os encaminamos en Nicaragua hacia unas elecciones presidenciales que no lo serán de verdad. Desde luego, todo ha sido decidido de antemano para que el comandante Ortega las gane por tercera vez consecutiva. No hay candidatos creíbles de oposición, porque quienes lo eran fueron eliminados de la contienda a través de una orden de la Corte Suprema de Justicia, que el Consejo Supremo Electoral acató el mismo día de manera concertada; sin observadores internacionales, que han sido declarados non gratos por voz del propio presidente de la república y candidato a la vez; sin aparato electoral mínimamente creíble, dominado por el partido de gobierno, y, encima de todo, con el tejido institucional del país en harapos, y lo que queda de él sometido a una voluntad omnímoda y omnipresente.
No hay ni habrá en los meses que vienen una campaña electoral entusiasta y contrastada en las calles y pantallas de televisión. Tampoco encuestas de opinión que muestren tendencias de votos que puedan cambiar de un día para otro, ni debates entre candidatos presidenciales capaces de afectar esos sondeos. En fin, lo que hoy día resulta normal en los países donde prosperan los sistemas democráticos y el poder se decide a través de elecciones transparentes.
Las únicas demostraciones serán las del candidato oficial, con todos los recursos del Estado a disposición, y detrás el aparato de propaganda del partido de gobierno, capaz de inundar las calles de banderas y afiches, y de eslóganes y espots las decenas de estaciones de radio y televisión, bajo control oficial. Un partido prácticamente único, compitiendo en un espacio único, lo que en buen nicaragüense se suele llamar pelea de tigre suelto contra burro amarrado
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El país se aparta cada vez más de lo que podríamos llamar el modelo medio de desarrollo político en América Latina. Pese a las crisis económicas, sacudidas sociales e incertidumbres institucionales, las salidas democráticas siguen abiertas, y la decisión de los electores es respetada. Todavía más: aún en casos de resultados muy ajustados, como en las recientes elecciones en Perú, nadie pone en duda el conteo justo de los votos, y el fraude electoral parece haber sido desterrado del panorama.
El funcionamiento normal de la democracia, vista en términos electorales, no es todo, por supuesto, y no cierra por sí mismo los graves desajustes sociales ni cierra el paso a la corrupción, vicio recurrente que pone en jaque a todo el sistema, como hemos visto en Brasil. Pero en ninguna parte, salvo en Nicaragua, la tendencia es la concentración absoluta de poder y el desmantelamiento de las instituciones, hasta dejarlas convertidas en meros decorados, que mañana podrán desaparecer también del escenario por inútiles.
Bajo esta concepción de poder absoluto el régimen se muestra cada vez más intolerante, como se ha visto en las recientes deportaciones de extranjeros, incluidos ciudadanos de Estados Unidos, que llegan al país a realizar tareas burocráticas e investigaciones académicas, sociales y políticas, o reportajes periodísticos, sobre temas que se han vuelo tabúes, como la pobreza o el Gran Canal Interoceánico; o simplemente a participar en programas ecologistas en comunidades rurales. Esto ha hecho que tres países, México, Estados Unidos y Costa Rica, hayan publicado advertencias dirigidas a sus ciudadanos sobre los riesgos de viajar a Nicaragua.
Pero la cúpula gobernante se siente segura y confiada. Cuenta con el favor de las encuestas, con una base organizada y bajo control capaz de ser movilizada a través del aparato del Estado hacia las plazas y urnas electorales, y con un efectivo e incondicional cuerpo de represión policial; mientras, del otro lado, la oposición se encuentra diezmada o ilegalizada, y hay suficientes partidos dispuestos a participar en el juego electoral a cambio de curules y otras prebendas, como ya es tradición en Nicaragua desde los tiempos de Somoza.
Y priva, sobre todo, la apatía. Las necesidades de la subsistencia diaria pesan más que el interés por la democracia y el respeto a las reglas constitucionales. Las demostraciones en las calles, en reclamo de elecciones libres y transparentes, sólo convocan a un puñado de personas. Los únicos capaces hasta ahora de movilizar masivamente a la población campesina han sido los dirigentes del movimiento que defiende la propiedad de las tierras amenazadas por el proyecto de construcción del Gran Canal, movimiento que no prende, sino escasamente, entre la población urbana.
El régimen confía también en su alianza con la empresa privada, que ha aprendido a no temer al discurso virulento del comandante Ortega en contra del imperialismo yanqui y el capitalismo. La regla de oro de esta relación es que los asuntos políticos quedan excluidos de las mesas de concertación donde se tratan los temas económicos, que por otro lado se ajustan al marco aconsejado por el Fondo Monetario Internacional.
Estas políticas han permitido que las cuentas financieras muestren algún crecimiento económico menos acelerado, sin embargo, que el aumento del número de nuevos millonarios; tampoco han provocado ninguna reducción apreciable de los índices de pobreza, ni del empleo informal. Tampoco han sacado a Nicaragua de la cola entre los países más atrasados de América Latina, en disputa con Haití.
Estados Unidos sabe también que detrás de la retórica encendida de Ortega no hay ninguna amenaza real para sus intereses de seguridad hemisférica; la reciente expulsión de funcionarios estadunidenses ha quedado reducida a incidente, si se quiere, perturbador. El modelo de supresión democrática en Nicaragua no choca de ninguna manera con la vieja tesis de Washington de que lo que más importa a la hora de enfocar las políticas hacia América Latina es la estabilidad, que existe hasta que el volcán estalla. Pero no hay movimientos sísmicos que indiquen que algo semejante esté por pasar.
Los votos, pues, están contados de antemano. Es como si las elecciones de noviembre de este año ya hubieran ocurrido.
Masatepe, julio 2016
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