l PRI está de fiesta. Tiene un nuevo presidente. En su infinita sabiduría el primer priísta de la nación lo designó. Como un padre amoroso y cuidadoso de la armonía familiar, el presidente Enrique Peña Nieto tomó la decisión. Lo hizo porque así lo dictan las reglas no explícitas de la organización –dirán los defensores de la tradición–, y también porque así ahorró a la dirigencia y a la militancia los riesgos de la libertad, las ansiedades, las dudas, los desacuerdos, tensiones y conflictos. Para él también tenía ventajas ejercer de esta manera un poder que otros vemos que se le escapa, pero la disciplina de los jerarcas priístas y la costumbre de las bases
de entonar porras, le hace creer que sigue siendo tan poderoso como sus antecesores, y que el que manda en el PRI todavía es él. Diga Enrique Ochoa Reza lo que diga; pero y los gobernadores ¿qué dicen?
Peña Nieto recurrió al dedazo
también porque es un medio expedito; además quiso hacer la economía del debate y la competencia interna para proteger al PRI de su propia debilidad. Derrotado en estados que había controlado por encima de transiciones y cofipes; dividido por políticas de gobierno contrarias a la identidad popular y nacionalista
que era la suya, según lo evocó una antigua presidente del partido, María de los Ángeles Moreno, su condición podía agravarse si se sometía a los jaloneos de una competencia interna. Desde esta perspectiva fue lo mejor que pudo hacer, aunque el contraste entre su acción y las palabras del presidente Ochoa que habló de que el PRI pediría cuentas al gobierno, es tan intenso que vacía de credibilidad el discurso del dirigente.
Al actuar como los presidentes del México de los años 60, que nombraban al líder del PRI al mismo tiempo que a los integrantes de su gabinete, Enrique Peña Nieto puso a Ochoa en una posición contradictoria: llegó con el apoyo de hábitos arcaicos para prometer la modernización del partido. En su mensaje hizo una afirmación esa sí novedosa: que el gobierno, los secretarios de Estado tendrían que rendir cuentas al partido. ¿Cómo? ¿Enrique Ochoa va a exigirle a su tocayo en Los Pinos que le explique sus decisiones? ¿Así como lo hace Virgilio Andrade? ¿Acaso a los priístas les explicaron por qué sería éste su líder?
La decisión de Los Pinos denota en el fondo una profunda indiferencia hacia lo que los priístas piensan, quieren, o les gustaría por lo menos expresar en relación al futuro de su partido. Más todavía, el dedazo de Peña Nieto es prueba de que no le interesaron las reflexiones de Manlio Fabio Beltrones, que renunció a presidir el PRI con un discurso cuyo alegato subyacente era un reclamo ante la indiferencia del gobierno hacia las consecuencias de sus decisiones para el PRI. Lo que los gobiernos hacen, sus partidos lo resienten.
Tal vez Peña Nieto recurrió al dedazo porque no está dispuesto a discutir las políticas equivocadas
a las que se refirió Beltrones, de la misma manera que no estuvo dispuesto a que se debatieran las razones de la derrota y, a partir de esa reflexión, que se eligiera al nuevo presidente en forma democrática y novedosa. Si lo hubiera hecho, entonces hubiera sido más fácil creerle a Ochoa.
La decisión de Peña fue anunciada entre las porras de los asistentes a una reunión que no fue asamblea, ni convención ni nada que se le parezca. Fue simplemente la tradicional cargada
, la congregación multitudinaria y festiva en un acto ritual en el que lo más importante es ver y ser vistos. Es también un arcaísmo ese movimiento un poco anárquico en el que los políticos del PRI manifiestan con calurosos aplausos
y a gritos el enorme entusiasmo que les inspira un personaje que hasta la semana pasada les era por completo desconocido. Entre los discursos, las porras y el Himno Nacional, los priístas jóvenes se confunden con los más maduros, se empujan, se dan palmadas en la espalda, al tiempo que a codazos, compiten por que el nuevo presidente vea que lo apoyan, que fueron los primeros en llegar a la concentración de voluntades y de lealtad que como una gran ola ha levantado a Ochoa a la cima del poder del partido que hoy es mayoría. Quieren hacerse notar porque creen que están en juego cargos, comisiones, representaciones y de esta manera se candidatean. Los priístas de a pie van a la cargada a divertirse. Los demás desconfiamos y jugamos a las quinielas.