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Días y siglos de violencia

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Martin Luther King, líder del movimiento por los derechos civiles; el actor Harry Belafonte y el cónsul general de Suecia en Nueva York, Tore Tallroth, durante la entrega de apoyo económico para promover dichas garantías. La imagen, de julio de 1966Foto Ap
“S

abía que nunca más podría alzar mi voz contra la violencia por los oprimidos en los guetos sin primero hablar claramente del más grande proveedor de violencia en el mundo hoy día: mi gobierno.” Martin Luther King Jr., discurso en la iglesia Riverside, 1967.

Fue uno de los discursos más peligrosos de la historia de Estados Unidos. En éste el líder del movimiento por los derechos civiles, apasionado apóstol de la lucha no violenta y una de las voces con mayor autoridad moral a escala nacional, vinculó la batalla por la justicia racial con la de la justicia social y económica, y contra las políticas bélicas. Llamó a conquistar los trillizos de racismo, materialismo y militarismo de Estados Unidos. (El discurso completo se puede leer en http://kingencyclopedia.stanford.edu/)

Lo que sucedió la semana pasada confirmó que aún se espera ese gran cambio.

La semana anterior dos hombres afroestadunidenses fueron agregados a la larga lista de víctimas de lo que llaman exceso de fuerza de la policía contra minorías en este país y la impunidad general de las autoridades en todos los niveles –temas al centro del movimiento Black Lives Matter. El jueves por la noche un veterano de guerra, afroestadunidense, decidió matar policías blancos en Dallas.

El presidente Barack Obama estaba en Varsovia, donde deploró los hechos y, como casi todas las autoridades nacionales, estatales y locales, exhortó a todos a poner fin a la violencia. Su procuradora general, Loretta Lynch, subrayó: La violencia nunca es la respuesta. Pero Obama no estaba en una reunión de paz, sino en una cumbre de la OTAN, en la que se está evaluando cómo cercar a Rusia militarmente, entre otras cosas. Días antes había ordenado que se postergara al menos un año el retiro de tropas estadunidenses en Afganistán –ya supera a Vietnam como la guerra más larga en la historia del país y justo en la que había servido el soldado que mató a cinco policías en Dallas esta semana. Poco antes la Casa Blanca divulgó el número aproximado (nadie sabe la cuenta real) de víctimas civiles de su estrategia de asesinatos aéreos por drones en varios países.

Mientras tanto, aquí en casa, jóvenes afroestadunidenses repiten una y otra vez que están viviendo en una guerra en contra de ellos, cotidianidad definida por la violencia institucional implícita o explícita.

Los datos lo comprueban: en el país más encarcelado del mundo, casi 40 por ciento de reos son afroestadunidenses (sólo son 13 por ciento de la población nacional), uno de cada seis han estado en la cárcel sólo desde 2001 y uno de cada tres probablemente acabará en la cárcel. Fuentes: Sentencing Project, NAACP. Dicho sector de la población corre un riesgo 21 veces mayor que los blancos de morir por balazos de policías (ProPublica).

La profesora Michelle Alexander, de la Universidad Estatal de Ohio, en su libro The New Jim Crow, reveló que “hay más afroestadunidenses bajo control correccional –en prisión o libertad condicional– que los que estaban esclavizados en 1850, una década antes del inicio del la guerra civil”. Más aún: señaló que Estados Unidos encarcela un porcentaje más grande de su población negra que Sudáfrica en los tiempos del apartheid.

Obama y otros insisten en que las cosas están mejor que antes, que esto no es un regreso a los años 60. Pero en las calles dicen y sienten otra cosa. A pesar del hecho histórico de que un afroestadunidense sea el ocupante de la Casa Blanca, que dos procuradores generales de justicia eran y son afroestadunidenses, de que en la cúpula política (y económica) hay mucha más diversidad racial que nunca, en las calles sigue corriendo sangre sólo por el hecho del color de la piel. Creo que fue simplemente que era negro en un lugar equivocado, comentó la madre de Alton Sterling, muerto cuando ya lo habían tirado al suelo dos policías en Baton Rouge la semana pasada.

Que sucedan estas cosas es parte de la experiencia cotidiana, en la que las madres afroestadunidenses están obligadas a advertir a sus hijos una y otra vez que se porten bien, que no hagan nada para provocar a la policía. Después tienen que pasar todos los días con la angustia de que su hijo aparecerá muerto o arrestado. Todos los días.

Ser blanco es ser ciego, acusa Michael Eric Dyson, profesor de Georgetown y reconocido intelectual afroestadunidense, en un artículo del New York Times, en el cual denuncia que, en general, la América blanca sencillamente rehúsa escuchar a los afroestadunidenses. Afirma: Nos sentimos impotentes para hacerles creer que nuestras vidas negras valen, impotentes para evitar que ustedes maten negros frente a sus seres amados. Concluye: No los podemos odiar, de verdad. La mayoría de nosotros no. Eso es nuestro regalo a ustedes. No los podemos frenar. Esa es nuestra maldición.

En esta coyuntura, los ecos de hace más de 150 años siguen resonando también. Frederick Douglass nació durante la esclavitud. Se volvió uno de los líderes más extraordinarios del movimiento antiesclavista y fue invitado en 1852 a hablar en una celebración por el Día de Independencia, el 4 de julio. ¿Qué es, para el esclavo, el 4 de julio de ustedes? Respondo: un día que revela a él, más que cualquier otro día del año, la grave injusticia y crueldad de la cual es víctima constante. Para él, su celebración es una farsa. Sus gritos de libertad e igualdad, una burla hueca; sus oraciones e himnos, sermones y acciones de gracia con sus desfiles religiosos. Un velo delgado para encubrir crímenes que pondrían en desgracia a una nación de salvajes. No hay nación de la tierra culpable de prácticas más ofensivas y sangrientas que el pueblo de Estados Unidos en esta hora.

Que en 2016 aún es necesario gritar aquí las vidas negras valen lo dice todo.