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No Sólo de Pan...

De diálogos y diálogos

E

ntre 1969 y 1979 tuve dos restaurantes; cocinaba al tiempo que cursaba la carrera de antropología y la maestría en sociología. El filósofo Eli de Gortari fue mi maître à penser (expresión francesa para designar a quien enseña metodología del pensamiento) lo que, junto con la práctica de mi oficio como etnococinera, me dieron una perspectiva privilegiada del lugar que ocupan el trabajo manual e intelectual en la historia de la sociedad. Siempre, desde entonces, aprecié y respeté más el trabajo manual porque, aunque ambos sean indisociables, el manual necesita una dosis del cerebro mayor a lo que el trabajo intelectual pide de manos y cuerpo. Así, empecé a pensar en las cocinas.

Cumplí 20 años como cocinera, constructora de espacios útiles y carpintera, y más de 30 años hablando y escribiendo sobre la importancia de la alimentación, concepto más complejo que la nutrición. Pero no se tomaban en cuenta mis alegatos, sin duda, escribía yo, porque el hecho de comer representa un obstáculo epistemológico para los pensadores, es decir, algo que por estar en su cotidianeidad no podía ser considerado posible campo del conocimiento. Aún hoy, grandes figuras del pensamiento que tengo la fortuna de tratar personalmente, son cuando mucho condescendientes cuando toco el tema de la alimentación delante suyo.

Afortunadamente, se concretó una explosión de interés por este campo, que había sido abordado aisladamente por algunos investigadores en México, España y sobre todo Francia –a la que no sería por completo ajena nuestra iniciativa, en el año 2000, de que la Unesco (Organización para la Ciencia, la Educación y la Cultura de Naciones Unidas) considerara a las cocinas del mundo, con su particular biodiversidad, patrimonio de la humanidad. Pero, si bien en México culminó dicha iniciativa con la apropiación y usufructo, por el Conservatorio de Cultura Gastronómica Mexicana, de los beneficios económicos del reconocimiento otorgado en 2010 a las cocinas de la meseta michoacana, este tema desencadenó un importante interés en dos vertientes: 1) la proliferación de escuelas llamadas de gastronomía, término que vehicula una imagen de prestigio y permite cobrar a los jefes de familia espejismos a precio de brillantes, sin que el contenido de la enseñanza corresponda al anuncio ni al resultado de los títulos de licenciados en gastronomía o gastrónomos (como se autollaman jóvenes deslumbrados por el plateo pero rara vez aptos para reconocer y crear sabores), vertiente en la que también caben restaurantes autollamados gastronómicos y, o innovadores, con cuyos inventos y sobre todo precios hacen sentir a sus comensales que viajaron a París o a Roma.

En la otra vertiente se encuentran jóvenes provenientes de distintas disciplinas que acuden a seminarios impartidos por investigadores comprometidos, no con la llamada gastronomía ni la nutrición, sino sobre historia y aspectos contemporáneos, sociales, culturales, económicos y políticos de la alimentación, independientes o adscritos a la UNAM e INAH principalmente. Es por ello que, si hace unos días la realidad me llevaba a maldecir, ahora me cubre una nube de esperanza al comprobar que lo que fuera un tema marginal (aunque vital) hace tres décadas, ocupa ya científicos sociales de primer rango en México y el extranjero.

Pero no cabría en mí de alegría si, en vez de que nos ganara la soberbia individual o de grupo con reivindicaciones infértiles, supiéramos construir un diálogo indispensable que nos permita concretar los conceptos propios de nuestro tema común, herramientas del pensamiento con que podamos identificar los fenómenos reales y hacer hipótesis, teorías y discursos comparables entre sí, obteniendo para las ciencias de la alimentación conceptos que permitan enseñar y publicar sin confundir a estudiantes y lectores.

Porque sería deplorable que la malafortunada expresión que escuché recientemente debatamos los conceptos, pero sin que nadie imponga su criterio, atorara la construcción de las nuevas herramientas, pues en ciencia como en educación, no se trata de imponer criterios sino de fundamentar las propuestas para convencer espíritus abiertos. Lo contrario es lo que hace Aurelio Nuño en su propuesta de diálogo con los maestros: considerar que las proposiciones fundamentadas de estos serían una imposición de sus criterios frente a los de la reforma.