os culturas: una que mira hacia adentro y encuentra razón filosófica de la existencia en la flor y canto
y vive en el mito. La otra mira hacia afuera, el dinero y la verdad es el hombre. Los nuevos mexicanos somos herederos de esas culturas. Expresadas, entre otros rasgos, en el color de la piel; morena o blanca.
De la argumentación indígena al impacto hispánico de Miguel León-Portilla, citados por mi maestro Santiago Ramírez, en Motivaciones psicológicas del mexicano, Siglo XXI. Cultura que llegó a las Indias con espíritu de cruzada y rapiña. La Cruz en alto y la bolsa vacía llenas de codicia de riqueza y de almas
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La historia de México, además de la herida trágica constitutiva común a toda la humanidad, es portadora de otras dos penetrantes heridas: la colonización y la pérdida de la lengua. Heridas que aún hoy arrastran y se patentizan, particularmente, en las poblaciones de marginados que viven en extrema pobreza, alienados, excluidos, silenciados, desterrados de sí mismos, con un mundo interno caótico que se confunde con la realidad exterior.
Viven al margen del lenguaje oficial. Sus fallas severas en la capacidad de simbolización se agrava aún más al no compartir la simbología de los citadinos, tan distinta de la que tiene la gente del campo de donde son expulsados por la miseria y acuden al espejismo de las ciudades para ser sometidos por la violencia del lenguaje o el lenguaje de la violencia.
Violentados por la pérdida del lenguaje, se asemejan al descrito en el texto derridiano: El campesino no esperaba encontrar tantas dificultades; creía que la ley debería ser accesible a todo el mundo y en todo momento, pero cuando miró con más detenimiento al guardián, enfundado en su abrigo de pieles, el ornamento piloso artificial, el de la ciudad y el de la ley, resolvió que lo mejor sería esperar hasta que tuviera permiso de entrar. Más que el hombre se decide, se decide a no decidir, aplaza, retrasa, posterga, se aliena cada vez más
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Paráfrasis de la conducta de ese mexicano
que inundado de duelos y pérdidas inelaborales, se instala en la pasividad y se sume en el letargo añorando la lengua materna que surge de la tierra madre, cuyas raíces se hunden en el terruño, brindando sensación de pertenencia, que hermana con el sol y con el agua, con la sangre y la tradición; tejiendo con mil hembras simbologías milenarias que arraigan en el cuerpo de la palabra y en la palabra del cuerpo. Lengua natal que es gesto y susurro, quejido y quimera.
Esta ha sido la gran pérdida. Se le han agregado otras más. Se perdió la lengua y religión y la mínima evocación de ellas en raíces náhuatl profundiza la escisión. Los mitos fueron arrancados de golpe como espectros sin historia, llorando por los hijos no nombrados. Clamor a los dioses antiguos mutilados, lacerados en el rodar escaleras abajo de los templos para sumirse en una honda negrura. No llegan las plegarias de los silenciados, que han perdido la voz y sólo conservan el grito y el sollozo. Pero ya no se sabe quién grita, ni si el grito proviene de dentro o de afuera. La realidad se confunde entre susurros, murmullos, plegarias, lamentos, silencios, oscuridad, túnel del tiempo, agujero negro.