oy los ciudadanos del Reino Unido decidirán si su país seguirá siendo miembro de la Unión Europea (UE). En noviembre, los estadunidenses elegirán a un nuevo presidente. En ambos casos los resultados tendrán consecuencias imprevisibles. Espero que los británicos no se salgan de la UE y que en Estados Unidos prevalezca la cordura.
La situación política en la Unión Americana resulta un tanto insólita. Hace un año, cuando Donald Trump anunció que sería candidato a la presidencia por el Partido Republicano causó risa entre muchos seguidores de dicho partido. Luego, cuando empezó a ganar las llamadas elecciones primarias en varios estados, hubo algunas sonrisas. Hace poco, al amarrar la nominación de su partido, empezaron las muecas entre no pocos republicanos.
En Estados Unidos el llamado establishment, tanto demócrata como republicano, tiene alergia a los arribistas y no le gusta salir del molde establecido. En México la llamada clase política opera de la misma manera.
Trump es un fenómeno político que ha parado de cabeza al Partido Republicano. Pero hay precedentes. En 1964, Barry Goldwater, un senador de Arizona, logró la nominación de su partido pese a la resistencia de muchos republicanos que lo consideraron demasiado conservador. Pero, cuando menos, ocupaba un cargo de elección popular y era miembro del partido que lo postuló.
Trump ha sido miembro del Partido Republicano esporádicamente y no ha ocupado un cargo en el sector público ni de elección popular. En ese sentido, se parece a otro candidato presidencial republicano. Se trata de Wendell Willkie. Nacido en Indiana, fue miembro del Partido Demócrata toda su vida hasta 1939, cuando se pasó a las filas de los republicanos. Lo hizo para postularse a la presidencia en las elecciones de 1940. Abogado y ejecutivo empresarial, Willkie no participó en las primarias de su nuevo partido, mismo que llegó muy dividido a la convención nacional en junio de ese año. Los tres principales aspirantes republicanos (los senadores Robert Taft, de Ohio, y Arthur Vandenberg, de Michigan, al igual que el procurador de justicia por el estado de Nueva York, Thomas E. Dewey) querían que Estados Unidos se mantuviera al margen de la Segunda Guerra Mundial.
Willkie, en cambio, insistía en que Washington apoyara al Reino Unido, una política que también quería seguir el presidente Franklin Delano Roosevelt, quien se había postulado para un tercer mandato. A la postre los republicanos optaron por Willkie.
En el pasado, Trump se identificó con muchos dirigentes del Partido Demócrata y los apoyó con dinero. También adoptó algunas posiciones de ese partido, incluyendo la cuestión del aborto. Pero no puede decirse que ayer haya sido un demócrata, como tampoco que hoy sea un republicano. He ahí el problema para el establishment republicano.
Hay altos funcionarios republicanos a escalas nacional y estatal que ya han anunciado que jamás votarán por Trump. Y el republicano más preocupado es el diputado Paul Ryan, presidente de la Cámara Baja del Congreso. Él no quiere que su partido pierda las mayorías que hoy tiene en el Senado y la Cámara de Diputados. Pero cómo convencer a un miembro de su partido que no vote por Trump, pero sí lo haga en el caso de otros candidatos que buscan relegirse en el Congreso.
Trump ha conseguido los votos de muchos ciudadanos que no creen en los políticos de Washington. Lo respaldan hombres blancos y ya mayores, algunos desempleados y que no tienen estudios más allá de la preparatoria. Por otro lado, cuenta con un apoyo muy escaso entre las mujeres y las minorías (negros, hispanos y asiáticos). En fechas recientes, sin embargo, han aparecido estudios y encuestas que revelan que su apoyo entre los hombres blancos es superior a lo que se pensaba. No obstante, si las elecciones fueran hoy, seguramente perdería frente a Hillary Rodham Clinton, la candidata del Partido Demócrata.
La señora Clinton no la ha tenido tan fácil como se pensaba. Se le atravesó el senador Bernie Sanders, de Vermont, quien ha logrado entusiasmar a los jóvenes (como hizo Barack Obama en 2008). Sanders apoyará a Clinton a cambio de una plataforma de su partido más de izquierda. Lo curioso de los dos principales candidatos a la presidencia es que, quizás por primera vez, ambos tienen un importante sector de sus respectivos partidos que no confía en ellos.
Para algunos demócratas Clinton no es una persona simpática, y a veces su actitud resulta chocante y hasta arrogante. Hay otros a quienes no les gusta la idea de una dinastía política. A Jeb Bush le pasó algo parecido.
Pero nadie niega que Hillary Clinton conoce bien los temas de política interna y externa. Y el contraste con Trump es enorme. Además, la personalidad de Trump podría acabar siendo su peor enemigo.
Algunos admiran la capacidad de Trump de atacar al gobierno federal y de proponer soluciones a los problemas que muchos estadunidenses consideran importantes: la economía y el desempleo, el déficit comercial, el terrorismo, la inmigración y la debilidad del sector militar, entre otros. Pero una cosa es atacar a México, China y Japón e insultar a los mexicanos, y otra muy distinta es plantear soluciones anticonstitucionales y hacer declaraciones racistas.
Un caso en particular ha alborotado al establishment. Se trata de la Universidad Trump establecida por el propio Trump. Se han presentado tres demandas contra dicha universidad
. Al enterarse Trump de que el juez federal de distrito, Gonzalo Curiel, está encargado de revisar dos de esas tres demandas, dijo que ese juez mexicano no podría ser objetivo. En efecto, Curiel es hijo de mexicanos, pero nació en Indiana y es tan gringo como Trump. Al ser entrevistado, el magnate añadió que un juez musulmán tampoco le sería aceptable.
Paul Ryan y otros republicanos tacharon de racista a Trump. Otros, muy pocos, trataron de defenderlo.
¿Se imaginan una situación en la que los miembros de un partido debatan en público qué tan racista es su candidato a la presidencia?