No fue un accidente, señor Osorio, fue soberbia
anta soberbia, tanto flotar por las nubes propició la caída que hizo añicos al tricolor de Juan Carlos Osorio. Un equipo que fue contra la más elemental lógica. La sencilla, milenaria y sabia frase de que la práctica hace al maestro
fue desoída por el míster, que hizo todo lo contrario, no trabajó con constancia la defensa, ni la media, ni nada.
Aferrado a la quimera del jugador polifuncional
se dio el lujo de poner oídos sordos y enclaustrarse en el laboratorio de los inventos, cada partido; una oncena distinta. Un jugador para diversas funciones. Osorio –parapetado en engañoso resultadismo– llegó a molestarse ante los cuestionamientos por la ausencia de un plantel titular.
El estratega colombiano desperdició lo invariablemente los primeros 45 minutos de cada partido. Parecía fascinado con la versión de que era muy bueno para enderezar el rumbo en los segundos tiempos. El viraje de timón funcionó ante un Uruguay en su peor salida a escena. El mal tino de los jamaicanos –y no el buen quehacer de México– ahuyentó el análisis.
Ante Venezuela llegó la alerta que en el seno del Tri nadie quiso oír. El empate se consiguió con las uñas gracias a una genialidad del Tecatito Corona. En las horas siguientes se habló más de la marca de 22 juegos sin derrota, de soñar que el Olimpo abría sus puertas de par en par. Un gozoso y mudo de aquí al título, y ahí sí, contra Messi
obnubiló las mentes. Chile fue el cruel despertar.
La derrota iba a llegar tarde o temprano, pero sabe diferente cuando se pierde haciendo algo coherente, sensato. Cuando peleaste con todo pero el rival fue superior. Entonces se puede esgrimir la frase de caer con decoro, como en Alemania 2006 bajo el obús de Maxi Rodríguez. ¿Quién le reprocha algo al esquema de Ricardo LaVolpe?
En conclusión, no fue un accidente del futbol, señor Osorio, fue consecuencia de no aprovechar al máximo el poco tiempo del que dispone un estratega de la selección nacional para repetir hasta la saciedad una formación, con un número razonable de variantes, de lograr que los jugadores en la cancha se conozcan, se adivinen y se intuyan de tanto ensayar.
Que sus sentidas disculpas vayan para sus patrones los federativos, los dueños de los equipos que pagan exorbitantes salarios y, sobre todo, para la afición mexicana radicada en Estados Unidos. Como ilegal que usted fue en Nueva York, bien sabe de sus penalidades, de los sacrificios necesarios para buscar una satisfacción, así sea en un partido de futbol.
La máxima versión de un equipo pecho frío. Todos conformes y hasta felices con las rotaciones. La sana competencia y la armonía de grupo resultaron palabrería hueca. A la hora crucial ningún jugador se asumió como titular porque, en efecto, nadie lo era. A cual más se le aflojaron las piernas. Daba más coraje que pena ver el rostro inexpresivo de Memo Ochoa, por citar sólo uno.
Si alguien está llamado a apelar al amor propio de los suyos en pleno naufragio es el capitán, pero el Principito se quedó guardado, quizá estaba pensando más en los videoclips que grabó pidiendo al público eliminar el “Ehh… puto”, ese grito que provoca urticaria a las buenas conciencias de FIFA. México fue despojado de él la aciaga noche del sábado, la afición chilena se lo apropió ¡y vaya que lo lanzó con singular deleite!
Osorio, ciertamente gente estudiosa, quedó con la soga al cuello, enredado en su discurso de esquemas y formaciones en función del rival. La Copa América Centenario podría hermanarlo con el brasileño Dunga.