adie podrá objetar que, incluso en un sistema electoral tan precario como el actual, basado en la asimetría casi absoluta (o sin el casi) de los recursos materiales y mediáticos disponibles para quienes ejercen el poder, una política incapaz de producir los mínimos de confiabilidad pública, acarrea inevitables costos en las urnas. El ascenso del Partido Acción Nacional en siete estados de la República es, a su manera, otra prueba de esta elemental regla no escrita que, por lo demás, rige a cualquier régimen electoral.
Ciudadanos que sufragaban escasamente o que se replegaban razonadamente en regiones en las que el PRI parecía infalible, salieron a confirmar que el voto sigue encerrando un potencial significativo. Y sin embargo, la sorpresa no produjo –con excepción de los círculos de contados militantes panistas– euforia alguna; como si las elecciones se redujeran a una suerte de trámite de domingo en la mañana, que en este caso fue, sin duda, un trámite de aviso, una advertencia al partido en el poder frente a los comicios no sólo del año entrante, sino los del ya no tan lejano 2018.
Las razones de esta apatía pos-electoral son múltiples. Una evidente es que ya existe, incluso en estados que habían sido impermeables al cambio, una suerte de cultura de la alternancia. Es decir, una cultura en la que ninguno de los partidos siente su existencia amenazada por el hecho de tener que pasar a las filas de la minoría, pero hay más razones. Nadie creería en la actualidad que los hoy gobernadores panistas, algunos de ellos ex priístas, guardan la menor intención de cambiar el estado actual de las cosas. Cuando se afirma que lo que salió a la calle es un voto conservador, acaso lo que se quiere decir es que se trata de uno cuya intención es preservar el actual estado de cosas tan sólo bajo nuevos administradores; con cambios, digamos, mínimos. La paradoja reside en que fue precisamente la precaria condición de la política oficial actual, la que provocó la implosión del PRI, una lección que deberían extraer quienes aspiran a cambios más sustanciales en 2018.
La única metáfora plausible que parece describir el funcionamiento de este sistema electoral es la de un hoyo negro
. Los hoyos negros
son antiguas estrellas que colapsaron –a veces en vías de morir– y que absorben toda la energía de su entorno y no liberan ninguna parte de esta energía. De la misma manera, el hoyo negro electoral absorbe las energías de una sociedad cada vez más ciudadana para entregar a cambio las formas más tradicionales y clientelares de hacer política que distinguieron a todo el siglo XX mexicano. Todo ello para sostener a una clase política que no ha hecho más que pastorear
a la sociedad mientras la abre a uno de los procesos más salvajes de modernización que conoce la actualidad.
Una vez dentro del hoyo electoral
las mejores intenciones, los mejores programas se pierden en la gelatinosidad de partidos y formaciones que, acaso con la excepción de Morena, han perdido toda identidad para volverse maquinarias en que lo único predecible es el alejamiento entre la política y la sociedad.
El dilema de hoy ya no es cambiar a un partido por otro, sino a una clase política entera, fenómeno que encuentra muy escasas soluciones en cada siglo.
Lo extraordinario de los hoyos negros
, no obstante su autofágica estructura, es que también pueden desestabilizarse. Incluso con cambios que parecen marginales. A tan sólo dos semanas de las elecciones, ya la jerarquía eclesiástica en su conjunto, junto con algunas franjas del PRI y el PAN en bloque, sostienen que los saldos negativos para el gobierno de Peña Nieto provienen principalmente de su decisión de promulgar la ley que legaliza en todo el país el matrimonio entre iguales
.
A primera vista, se escucha tan sólo como propaganda de la propia jerarquía de la Iglesia. Casos como el de Ayotzinapa, que siguen demandando el deslinde de responsabilidades; la alianza cada vez más evidente, como en Tamaulipas y Veracruz, entre la estructura política priísta y el crimen organizado; la implosión de las garantías de la seguridad, y el empobrecimiento de amplias franjas de la población provocado por las reformas estructurales, representarían ostensiblemente razones a considerar.
Sin embargo, una ley como la que hace posible el matrimonio entre iguales
no sólo puso en guardia a la Iglesia, sino que, como sucedió en la Ciudad de México, la lanzó al activismo ultramontano. Y éste sí es un factor a considerar para los tiempos que vienen. Se ha abierto una brecha entre el Poder Ejecutivo y el poder eclesiástico. Una brecha que vuelve impredecible la ruta de los comicios decisivos de 2018.