on las elecciones del pasado 5 de junio, para elegir a 60 por ciento de los miembros de la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México, concluyó una etapa de este proceso. Con la votación para los representantes, para algunos habría concluido la participación de la ciudadanía. Para otros, los resultados electorales demandan la intervención más a fondo de todas las personas que habitamos esta entidad, a cuyos aportes los representantes y funcionarios deberán estar más atentos. Habrá también que interrogarse por los resultados del proceso de comicios. Llama la atención la baja participación de votantes en comparación con elecciones anteriores. Para algunos, esto demuestra la faltad de interés ciudadano por la existencia de una Constitución para la ciudad. Me resulta difícil pensarlo, pues casi a diario sé, soy invitado o participo en múltiples reuniones que diversas organizaciones realizan para analizar el proceso constituyente, estructurar sus propuestas y diseñar sus estrategias para que se incluyan en el texto constitucional. Otros dirán que la baja afluencia fue un acto de rebeldía ante la decisión del Congreso de reducir la capacidad decisoria de la población a sólo tres quintas partes de los constituyentes.
Algunos más dirán que esta situación refleja igualmente el hartazgo ciudadano ante los magros resultados del sistema de partidos, que tampoco parece estar siendo superado por las candidaturas independientes que, en esta circunstancia, no despertaron el entusiasmo civil. Quienes salen en defensa de los partidos sostienen que éstos son necesarios en todo sistema político, afirmación que no está en duda, aunque de lo que sí hay fundada certeza es de que éstos de ninguna manera son suficientes para encauzar la vida pública de una sociedad tan rica y compleja como la que tenemos en la Ciudad de México. En medio de tan diferentes argumentos, podríamos estar de acuerdo en que la Constitución es una cuestión muy importante, como para dejarla sólo en manos de los partidos. Lo real es que los miembros de la Asamblea serán quienes tengan la decisión última sobre la cual regirá la vida pública de la ciudad. Su composición está ya prácticamente definida. Conocemos el número de diputados que corresponde a cada partido, con algunos previsibles cambios de nombres de personas. El Congreso ya ha casi también designado a todos sus representantes, los que dada su designación a partir de su pertenencia partidaria vendrán a modificar la correlación resultante de las urnas.
Está pendiente, sin embargo, conocer todavía las designaciones de los ejecutivos local y federal, quienes tienen ante sí la disyuntiva de reforzar las tendencias que los números ya reflejan o fortalecer la presencia ciudadana en el proceso constituyente, con el fin de que se pueda evitar el posible entrampamiento en que podría quedar el texto constitucional. Dado que todas las decisiones de la constituyente deben tomarse por las dos terceras partes de sus miembros, si no se modifican las tendencias actuales que reflejan los números, los acuerdos solamente serían posibles con la aceptación de tres de cuatro partidos, y la decisión sería a cada paso cuál de los cuatro queda excluido. Menos probable, aunque no imposible, es que los acuerdos no sean tomados por las cúpulas partidarias, sino por las afinidades de los distintos miembros del constituyente, toda vez que algunos partidos decidieron incorporar entre sus listas a militantes sociales e intelectuales independientes. De esta manera, existe la posibilidad de acuerdos entre personas con independencia del grupo parlamentario al que nominalmente pertenezcan.
Una situación así contribuiría a refrescar tanto el ambiente político de la ciudad como del país, así como a construir una lógica de acción sin monopolio partidario. Que esta posibilidad avance o no, dependerá en mucho del reglamento interno del órgano constituyente. Éste podrá servir para fortalecer la autonomía de los constituyentes o para robustecer el control partidario sobre ellos, tema que no puede eludirse en las deliberaciones ciudadanas. Cualquiera que sea la valoración que se tenga de los motivos de la baja participación en las elecciones, no puede eludirse el asunto de la legitimidad de la constitución resultante, ni puede desconocerse que al respecto hay diversas posiciones en la sociedad. Están quienes piensan que hay ilegitimidad de origen, y que por tanto, sea cual sea el texto aprobado, no le reconocerán validez. Otros, sin negar los problemas de origen, plantean que el texto constitucional es ocasión de ampliar las libertades y derechos de la ciudadanía, y que para ello habrá que presionar a los decisores por medio de acciones cívicas, como una asamblea alternativa, similar al papel que juegan en algunos países de Europa los gabinetes a la sombra, para circular información y debatir los mismos temas que se abordan en los espacios institucionales. Otros más se proponen acciones para influir sobre los constituyentes, como foros, debates y actos públicos de diverso tipo.
Por supuesto, las dos últimas modalidades no son excluyentes. Su combinación podría potenciarse mutuamente en la conocida estrategia de actuación adentro y afuera
. No creo que en su diversidad la ciudadanía deje de participar en las siguientes etapas, y antes de verla como una amenaza debemos verla como una oportunidad para tener una constitución reconocida por todos, y de legitimidad indudable, porque ello conduciría a tener una vida pública más rica y estable en la Ciudad de México. Demostraría también nuestro compromiso ciudadano con la democracia, consecuente con el principio de que leyes y gobierno son el poder instituido, y que es el pueblo nuestro único poder instituyente.