l uso de la violencia por parte del Estado ha sido una constante a lo largo del tiempo. En 1927 tuvo lugar en Huitzilac, Morelos, la ejecución del general Serrano y otros opositores de Álvaro Obregón. En 1946 se llevó a cabo la agresión a los sinarquistas de León, Guanajuato.
En el periodo 1950-1967 se llevaron a cabo otros actos de brutalidad gubernamental: I) el acoso militar a la caravana de mineros de Nueva Rosita, Cloete y Palau, 1951; II) el ametrallamiento de simpatizantes de la candidatura presidencial del general Miguel Henríquez Guzmán, 1952; III) el asalto militar al internado del Politécnico, 1956; IV) la represión contra el movimiento magisterial, 1956; V) la represión contra el movimiento ferrocarrilero, 1958; VI) la matanza de militantes del Movimiento Cívico Guerrerense, 1960; VII) el ataque contra el doctor Salvador Nava y otros integrantes del Movimiento Cívico Potosino, 1961; VIII) el asesinato del líder zapatista Rubén Jaramillo y su familia, 1962; IX) el aplastamiento del movimiento de los médicos, 1965; X) la ocupación militar de la Universidad Nicolaita, 1966; XI) la ocupación militar de la universidad de Sonora, 1967; XII) la masacre de copreros en Acapulco, 1967; XIII) la matanza de Atoyac, 1967.
Posteriormente, el terrorismo de Estado experimentó una vertiginosa escalada con la cruel masacre del 2 de octubre de 1968, tipificada como genocidio en la sentencia definitiva dictada por el Poder Judicial de la Federación, y la matanza de estudiantes perpetrada el 10 de junio de 1971 por el grupo paramilitar de Los Halcones. En ambos casos se trató de genuinos crímenes de Estado, en virtud de que al interior del aparato gubernamental se concibieron, planearon, instrumentaron y encubrieron estos inefables ataques a la dignidad humana.
El halconazo es el que corrobora más nítidamente esa aseveración, puesto que en la sentencia definitiva emitida el 26 de julio del 2005 por el quinto tribunal unitario en materia penal del primer circuito textualmente se consignó: “El grupo de Los Halcones dependía del Estado y recibía órdenes de tenientes del Ejército, siendo su jefe común Manuel Díaz Escobar Figueroa, subdirector de Servicios Generales del Departamento del Distrito Federal”.
No obstante, los responsables fueron absueltos aduciendo la prescripción de la acción penal, lo que no fue algo fortuito o accidental, sino que derivó del encadenamiento de las determinaciones adoptadas en su momento por los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
En efecto, después de haberse firmado la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad, el 3 de julio de 1969, ésta fue guardada durante más de 30 años en un ignoto cajón de Los Pinos, hasta que en 2001 fue turnada al Senado para su ratificación constitucional.
Ahí, los miembros de esa cámara perfeccionaron la maniobra dilatoria del Ejecutivo y aprobaron dicho instrumento internacional insertándole una declaración interpretativa que reza: Con fundamento en el artículo 14 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, el gobierno de México, al ratificar la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad, entenderá que únicamente considerará imprescriptibles los crímenes que consagra la Convención, cometidos con posterioridad a su entrada en vigor para México
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Por medio de esta chicana legislativa
se allanó el camino que condujo a la total impunidad de los crímenes de Estado ocurridos antes de la entrada en vigor de la Convención, pues, acorde con la ímproba declaración interpretativa, éstos no estarían amparados por el principio de la imprescriptibilidad. Ello a pesar de que tanto en el preámbulo como en el artículo 1º del tratado en cita se establece categóricamente que los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad deben ser perseguidos y castigados dondequiera y cualquiera que fuere el tiempo y lugar de su ejecución material.
El cierre del circuito sobrevino cuando al resolver el caso del 10 de junio, la primera sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación asumió en sus términos la declaración interpretativa y concedió a los acusados el beneficio de la prescripción, el cual fue hecho extensivo al ex presidente Luis Echeverría por el quinto tribunal unitario penal.
En suma, altos funcionarios públicos adscritos a distintos órganos del Estado otorgaron una “amnistía de facto” a los responsables de una masacre planeada y ejecutada desde las entrañas mismas del poder público. Ello dio curso a la fétida atmósfera de impunidad que alentó la comisión de otros abominables crímenes de Estado, como las torturas, ejecuciones sumarias y desapariciones forzadas de la guerra sucia; las atrocidades cometidas en Acteal, Aguas Blancas, El Charco, El Bosque, Atenco, Apatzingán, Ecuandureo, Tanhuato, Calera y Tlatlaya, y la trágica desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa.
Es preciso reivindicar y rendir un sentido homenaje a las víctimas de este inaudito crimen de lesa humanidad. Es por ello que las y los abogados democráticos alzamos la voz para proclamar en todo lo alto: ¡Basta de impunidad!
, “¡la matanza del 10 de junio no se olvida!
*Presidente de la Asociación Nacional de Abogados Democráticos, ANAD