La reina blanca
a luz de aquella mañana era prodigiosa. Invitaba al optimismo. Nada malo ni triste podía suceder bajo la nitidez de un cielo azul, sereno. El viento suave arrastraba el canto de los pájaros. Valía la pena disfrutar del momento. En vez de atravesarme hacia la avenida seguí caminando por el parque. Su quietud era un vestigio de la ciudad de antes, algo provinciana, que jamás volverá.
Tuve deseos de sentarme en una banca y disfrutar de la mañana que asocié con algunas imágenes inolvidables de mi infancia: los brazos caprichosos de un árbol de aguacate hundidos en la corriente de un arroyo, el nacimiento de las mariposas, el columpio en la rama baja de un eucalipto, la miel en las celdillas, el coro nocturno.
II
A las nueve de la mañana en el parque había pocos visitantes, casi todos deportistas, enfermeras empujando sillas de ruedas y una pareja en plena reconciliación. De pronto apareció un grupo de niñitos uniformados con su profesora a la cabeza de la fila. Para no interrumpir la columna me aparté del sendero. Entonces vi a un hombre inclinado sobre una de las mesas de piedra que hay en el parque.
Cuando al fin pude remprender mi caminata pasé junto él y lo reconocí. Era Delmiro, el velador de la fábrica. Hacía más de un año que estaba jubilado. Lo despedimos un viernes con el clásico brindis. Nos tomamos varias fotos con él y luego lo acompañamos hasta la reja. Iba muy contento porque al fin, después de años de velar en la fábrica, podría meterse en la cama a la misma hora que su mujer y no muy de mañana, cuando ella había salido rumbo a la Central de Abastos, donde trabajaba.
III
Lo llamé por su nombre y él me respondió con un gesto que era más bien una interrogación. Temí que no me hubiera reconocido y me identifiqué. Su sonrisa, enturbiada por la barba crecida, fue una señal tranquilizadora. Entonces vi el tablero y las figuras de ajedrez dispersas sobre la mesa. ¿Qué está haciendo?
De sus labios salieron palabras entrecortadas. Luego, sin dejar de mirarme, guardó silencio.
Comprendí que esperaba algún comentario, pero sólo le pregunté si podía sentarme junto a él. Extrañado, se corrió en la banca. Le dije cuánto gusto me daba verlo. Alargué la mano y oprimí la suya. Tenía una venda percudida y mal puesta. ¿Qué le sucedió?
Me quemé con la estufa.
¿Le duele?
Todo
, respondió tocándose el brazo, el pecho, la frente.
Tal vez la quemadura en la mano no fuera grave, pero la delgadez, el decaimiento y cierto extravío en la expresión de Delmiro me inquietaron y fui directo al tema: ¿Se siente bien?
Algo mareado. Seguido me pasa.
¿Ha visto un médico? Si quiere, puedo llevarlo al hospital. Está muy cerca.
Me interrumpió impaciente: Sí, ya sé dónde está. Allí llevé a Consuelo. Allí murió después de quejarse una sola vez, no sé si de dolor o de qué. Nunca lo había hecho. Cuando la oí pensé que refunfuñaba porque la había hospitalizado. Le dije que iba ayudarla a vestirse para que nos fuéramos, de escapada, a la casa.
Sonrió, divertido por el recuerdo: “Le propuse una travesura porque sabía que era el tipo de cosas que le gustaba hacer. Imaginé que iba a alegrarse, pero no dijo nada. Saqué su ropa del clóset donde la había colgado. Se la enseñé, pero ella no se movió. Salí por la enfermera. Cuando llegó le pregunté qué le sucedía a mi mujer. Me dijo algo que sólo después comprendí: ‘La señora se acabó.’”
El esfuerzo por contener el llanto descompuso sus facciones. Se quedó con los ojos cerrados un momento. Cuando los abrió parecía muy sereno, como si fuera otra persona. Resoplando, afanado, se puso a revolver las figuras del ajedrez: No encuentro a la reina blanca. Estaba con las demás piezas. Creo que la perdí o se escapó, y sin ella no puedo empezar el partido.
Quería ayudarlo: ¿Cuándo la perdió?
Irritado por mi pregunta, de prisa guardó el tablero y las figuras en un saco de felpa. Se puso de pie y, por primera vez sonriente, miró hacia los árboles: A Consuelo le encantaban. Muy ocurrente, decía que eran suyos, que este jardín era nuestro. Tenía razón: en el mundo todo es de todos. Sigo diciéndole que vengo y me siento en nuestra mesa, pero no podemos jugar porque me falta la reina blanca. Hoy se lo dije en una carta.
Delmiro extrajo del bolsillo de su chamarra una hoja de papel rayado y me la entregó. La escritura era desigual, incierta. Leí la primera línea: Querida Consuelo, hace tanto, tanto tiempo que no te veo...
No pude continuar la lectura y le devolví la carta. Delmiro se la guardó en el bolsillo y sin decir más se alejó caminando al paso de quien no tiene destino inmediato, ni a nadie que lo espere. Me quedé mirándolo. Creo que iba hablando solo, tal vez preguntándose dónde podría encontrar a su reina blanca.