o que hace unos meses empezó como charada se ha convertido en pesadilla, y en unos meses pudiera tornarse en tragedia. A lo largo del año pasado, 16 miembros pertenecientes al Partido Republicano declararon su intención de convertirse en candidatos de su partido en las elecciones para la presidencia de Estados Unidos. La formación política de la mayoría de ellos fue en ese partido. Sólo uno de ellos se ha caracterizado por su inconsistencia política e ideológica: Donald Trump. Primero fue demócrata, después republicano, a continuación reformista e independiente, y ahora nuevamente republicano. Esas son sus credenciales políticas.
Lo mismo que en ocasiones pasadas nadie, incluso él mismo, según diversos analistas políticos, se tomó en serio su intención de obtener la candidatura del partido político al que coyunturalmente pertenece. Dentro y fuera del Partido Republicano casi todo mundo lo consideró una anécdota más. Cuatro precandidatos tenían posibilidades reales de obtener la candidatura de ese partido, según diversas encuestas de opinión: Jeb Bush, Chris Christie, Ted Cruz y Marco Rubio. Nadie creyó que Trump pudiera o estaría dispuesto a completar el primer mes en la campaña. Se creyó que sus triunfos en las elecciones primarias en Carolina del Sur y Nevada eran casuales y efímeros. La realidad demostró lo contrario. Su figura creció día con día, pero el liderazgo republicano no quiso o se negó a reconocer esa realidad y atajarla. Cuando quiso hacerlo ya era demasiado tarde.
Una de las razones del éxito de Trump, por convicción u oportunismo, es haber tomado en serio y magnificado la política obstruccionista del Partido Republicano en contra del presidente Obama: a sus reformas migratorias, de salud, fiscales y financieras; a la extensión de los derechos de las minorías raciales y sexuales; el respeto a los derechos de las mujeres y a la política de distensión en Medio Oriente, particularmente con Irán. Ese sistemático obstruccionismo se ha vuelto ahora contra los propios republicanos. Trump los ha superado con su histrionismo y discurso populista de ultraderecha.
Hay que reiterarlo: han sido los líderes republicanos, dentro y fuera del Congreso, quienes han construido al Frankenstein que ahora amenaza con aplastarlos. Ellos han dado a Trump el pretexto para apelar al fanatismo racista y xenófobo de muchos estadunidenses que se creía soterrado. Con sus ataques a los migrantes mexicanos y a la comunidad musulmana, lo único que ha hecho es recrear la actitud que nació hace muchos años con los lamentables manifiestos racistas de Jim Crow en el siglo XIX, y más recientemente con la propuesta 187 de Pete Wilson en California. Su discurso aislacionista y desvaríos patrioteros son la calca de lo que personajes como Joseph McCarthy, Barry Goldwater y Dick Cheney hicieron en el pasado. Trump ha despertado en un sector de la sociedad estadunidense y del Partido Republicano los peores instintos de esos y otros tristes personajes de la historia del país. El daño está hecho; la serpiente rompió el cascarón y hoy repta entre una desconcertada y temerosa sociedad que no entiende cómo se llegó a esta situación.