l debate sobre los saldos y los resultados de la Revolución Mexicana se remonta a las páginas de sus primeros cronistas. Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Antonio Díaz Soto y Gama, y tantos otros protagonistas y testigos, vieron en ella un acontecimiento, cuyos “dividendos –como escribiría Isidro Fabela– quedarían lejos, muy lejos de los ideales, los principios y los gigantescos esfuerzos humanos que la inspiraron”. En principio, es una opinión –o, mejor dicho, una visión– que compartió la mayor parte de la historiografía que se dedicó a su estudio en el siglo XX.
Una visión, en cierta manera, justificada. La Revolución se inició desde el paradigma que le imprimió Francisco I. Madero, como un movimiento por instaurar un régimen democrático fundado en un Estado de derecho. A más de un siglo de distancia, ese régimen sigue siendo un anhelo extraviado en el clientelismo y el corporativismo de la actual sociedad política. La justicia social por la cual lucharon los anarquistas primero y después los ejércitos de Francisco Villa y Emiliano Zapata representa la cuenta pendiente más alarmante, no sólo del régimen de partido único que dominó a la vida política del país durante más de medio siglo, sino de los cambios económicos y sociales de las últimas tres décadas que mantienen a más de 60 por ciento de la población en una pobreza ostensible –y que arrojaron a 15 por ciento a una emigración forzada.
¿Qué fue entonces la Revolución?
Un examen más detallado de algunos de sus momentos centrales arrojaría un panorama mucho más complejo de un mundo que encontró su renovación en transformaciones radicales y profundas de la sociedad que heredó del porfiriato.
En primer lugar, la disolución del antiguo Ejército federal. En los tratados de Teoloyucan en 1914 se decretó la disolución del Ejército que había sostenido al porfiriato y, sobre todo, al golpe de Victoriano Huerta. Se dice fácil, pero se requirieron cuatro ejércitos civiles (los zapatistas en Morelos, los villistas en Chihuahua, Carranza desde Coahuila y las tropas sonorenses) para destruir esa columna vertebral del régimen. Acaso es una de las razones que hicieron de la historia de México algo tan distinto a la de la mayoría de los países de América Latina, dominada en largos periodos por dictaduras militares.
En segundo lugar, la abolición de la gran propiedad sobre la tierra. La expropiación de las grandes haciendas fue un proceso que se extendió desde fines de 1911 hasta prácticamente 1940. Hubo muchas formas de expropiación. Desde los repartos zapatistas, en los que se entregaba la tierra directamente a los miembros de los pueblos pauperizados por las haciendas, hasta la corrupción de los sonorenses, que distribuyeron los predios entre la oficialía de sus tropas y sus familias. Después vino el ejido, que estableció las bases sociales y políticas del nuevo caciquismo. Se trata de una historia dramática: los principales protagonistas de la Revolución Mexicana, hombres y mujeres del campo empeñados en la reinvención de sus comunidades, fueron los grandes perdedores en el régimen de los caudillos.
En tercer lugar, la radicalización de la separación entre la Iglesia y el Estado (que se inició en 1857). El conflicto entre la Iglesia y, principalmente, los ejércitos del Norte data en realidad desde 1915. En los años 20, en la Cristiada, adquirió el estatuto de una cruelísima guerra civil. Fue una guerra pírrica, que acabó creando la condición de posibilidad de dos esferas efectivamente autónomas: lo público y lo religioso. Una autonomía que hoy, frente a la desesperación de una sociedad política carente de consensos que busca invariablemente apoyo en la Iglesia, se encuentra cada vez más en duda (y en peligro).
Y, por último, la cuestión nacional. Más allá de la formación de una cultura política, que terminó homologando (de manera vertical) a un Estado carente de espacios plurales con una sociedad constituida como un archipiélago cultural, la dinámica de la propia Revolución produjo una idea de la soberanía que hoy se olvida. Valga rememorarla a 100 años de la toma de Colombus por las tropas villistas.
Cuando en 1914 Carranza se dirigió a Veracruz para hacer frente a la incursión estadunidense, la diplomacia de Washington instó a Villa, según lo documenta Friedrich Katz en La guerra secreta, a que golpeara por la espalda
a los carrancistas para cerrar una operación de pinza
. Villa se negó terminantemente, por más que sabía que Carranza ya representaba el principal peligro de la revolución popular.
En 1916, cuando las tropas estadunidenses entraron a Chihuahua a perseguir a los villistas, Washington exigió a Carranza, con quien había restablecido relaciones, a que atacara a los villistas por el sur. La genialidad de Villa consistió en lo siguiente. Derrotado y perseguido por el constitucionalismo, el ataque a Columbus situó a Carranza frente a un dilema prácticamente sin opciones. Si el carrancismo atacaba a las tropas de Villa, su alianza con Estados Unidos quedaría de manifiesto, arriesgando, ante la población, la posición central que ya ocupaba. Si no atacaba a Villa, su alianza con Estados Unidos quedaba en duda. La historia que sigue la conocemos. El villismo obligó a Carranza a desplazarse a posiciones nacionales que finalmente quedaron consagradas en la Constitución de 1917.
Esta conciencia del límite frente a las posturas de las grandes potencias, producida no por los caudillos, sino por el carácter social de la Revolución, es acaso lo que se perdió desde los años noventa en que el salinismo, y después el panismo, ingresaron al poder.