veces Clarisa Landázuri se pasa de brava, como en su más reciente columna de La Voz Brava. En ella, empieza por afirmar que detesta a la humanidad, aunque ama a la persona. Es cierto que al desarrollar semejante contundencia la matiza y la explica, pero aún así resulta brava. Atribuye a la falta de ánimo, de buena disposición, de humor, que la mayoría de las personas reaccionen de manera violenta y hostil ante las pequeñeces de la vida cotidiana, miembros de cualquier clase social y edad, en cualquier gran lugar del mundo, en cualquier época del año y de los años. Se pregunta por qué está casi todo mundo a la defensiva, y si la indiferencia o la malicia o la incompetencia no se deberán al desgaste del espíritu defensivo que las origina, quién sabe por qué intrínseco desgano y malestar. Declara: En una gran ciudad a casi nadie le importan los demás
, a sabiendas de que exagera, por más que con los ejemplos que da uno tienda a estar de acuerdo con ella. Entre otras causas atribuye a las respuestas que recibía en su trato diario con la mayoría de la gente haber huido de la sociedad y de la gran ciudad y haberse aislado y refugiado en la población de Brava. Quizás algún día reconozca que si dejara de esperar de la gran ciudad y la gran sociedad la comprensión y la amabilidad que espera de ellas, encontraría en ellas la disposición a sonreír con el prójimo con la que vive en Brava.
Responsabiliza a ciertas experiencias que tuvo en la gran ciudad haber huido de ella. Es demasiado susceptible, la buena Clarisa, le da demasiada importancia a arranques y prontos humanos, a ciertas situaciones y ciertas actitudes que otro consideraría tan insignificantes que ni siquiera repararía en ellas.
Cuenta que, uno de los últimos días que vivió en la gran ciudad, se le deshojó su agenda y a la mañana siguiente fue al zapatero de la esquina a solicitarle que se la cosiera. Desde su oscuro tapanco en el tugurio en el que trabaja, ennegrecido él más que su delantal, y más por su humor que por las ceras oscuras que utiliza en su oficio, le gritó que no, que él no cosía agendas. Entonces Clarisa le preguntó, según ella controlada, quién le aconsejaba él, que cose botas, bolsas, estuches, carteras, maletas y cinturones, aparte de zapatos, todos de piel, cosería una pequeña agenda de papel delgado con blandas tapas de plástico. ¿Un sastre? Con un vozarrón, el zapatero volvió a gritarle: Una imprenta
. El tono de la respuesta fue tan agresivo que sin querer Clarisa levantó los brazos y dio un paso atrás, asustada, y se fue, pensando que el artesano habría querido insultarla quizá porque ella usa anteojos, ¿o sería por su modo de hablar, dulce y educado? A una imprenta no se atrevía a llevarle el encargo, eso sí que sería una exageración. Pero su deseo de ver cosida su agenda era tan fuerte que esa misma tarde se desplazó a Brava, un poco por tantear si en una población chica, en medio de un bosque en una montaña y con río al fondo de un barranco, el ánimo de la gente sería más amigable. Y sería casualidad, pero lo cierto es que tuvo esa buena suerte. El primer zapatero que encontró accedió a hacer el servicio. Y lo hizo mientras la clienta esperaba sentada en una banca en la acera y al caer la tarde a su alrededor veía árboles y oía el canto de diferentes aves. Esa noche, cuando regresó a la gran ciudad, tuvo uno de los impulsos que finalmente detonaron su huida, su búsqueda de la amabilidad y la competencia, sobre todo hacia lo insignificante de la vida cotidiana.
Su experiencia no era aislada. El cartero, por ejemplo, un día le contó que, al cumplir 65 años de edad, cuando en la gran ciudad perdió su empleo –era vendedor de maquinaria textil– se sintió tan desesperado que, confesó, había querido morir. Se sentía joven, todavía con deseos de trabajar, de estar en el mundo, entre la gente, no de aislarse y dedicarse a regar sus plantas. Le confió que al lanzarse a pedir trabajo y asegurarse de que se lo negaban debido a su edad, había llegado a mentir y declararse más joven, hasta que lo sorprendían y le cerraban la puerta. Y le contó que finalmente se había decidido a subir a Brava y ser cartero. Era feliz saludándose con los vecinos todas las mañanas y estar al tanto de su vida diaria. Estaba contento gracias al empleo y aun cuando significara que no volvería a vivir en la gran ciudad.