Opinión
Ver día anteriorJueves 7 de abril de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La demagogia de Donald Trump
L

as primeras etapas de la campaña presidencial en Estados Unidos han sido una sorpresa para todos. Expertos, comentaristas, académicos, periodistas que en otras coyunturas han examinado con claridad y conocimiento los vaivenes de la vida política de su país, hoy se encuentran en la más desconcertante oscuridad. No logran explicarse el progreso, en apariencia imparable, de Donald Trump, ni el empuje popular con que ha barrido a los demás precandidatos republicanos, que en esta ocasión fueron más de diez. La ignorancia, la vulgaridad y la provocación que caracterizan el discurso del multimillonario convertido en político parecen completamente ajenos a la imagen de la democracia estadunidense, erigida en modelo universal: un régimen ponderado, de pesos y contrapesos, en el que los extremos no tienen cabida y los gobernantes son los primeros en someterse al imperio de la ley. Nada de eso existe en el mundo del precandidato.

El éxito del demagogo Trump es prueba de que ni el régimen político ni los ciudadanos de Estados Unidos son inmunes a un mal que ha atacado a muchos: la creencia de que para transformar la realidad basta la voluntad del individuo extraordinario. Paradójicamente, Trump en lugar de realzar la pretendida excepcionalidad estadunidense, la ha expuesto como el artificio que es. En Estados Unidos, al igual que en varios países de América Latina, de Asia y de África, muchos son los electores que se dejan seducir por el demagogo y sus promesas de grandeza porque confunden un comportamiento insolente y soez con fuerza, determinación y claridad de miras.

La movilización de opinión que ha llevado a Trump al primer lugar en la competencia por la candidatura del Partido Republicano es un fenómeno hasta cierto punto inédito en Estados Unidos. Esto no significa que sea ajeno. Al contrario: la popularidad de Trump nos dice mucho de la sociedad estadunidense, de su composición, de sus fracturas internas. Por ejemplo, Trump se apoya en el enojo de grandes segmentos del electorado blanco, de bajos ingresos y poca escolaridad, que no ven en su futuro nada que los redima de la triste condición en que se encuentran. Estos sectores son particularmente vulnerables a promesas irrealizables de hacer que Estados Unidos vuelva a ser un gran país, a la simplificación de problemas complejos. Las soluciones parecen fáciles porque el precandidato habla como si instituciones, leyes y normas no existieran, y toda acción gubernamental estuviera en manos de ese presidente omnipotente que Trump y sus simpatizantes imaginan.

El éxito de su campaña puede ser visto como un retrato de la sociedad estadunidense, crecientemente desigual y segregada, atravesada por diferencias religiosas, culturales, económicas, políticas, raciales irreconciliables que son como redes sobrepuestas unas a otras, que tienen atrapada a esa misma sociedad en una maraña de prejuicios, miedos y lugares comunes. En estas condiciones se debilita la flexibilidad que abre la puerta a la movilidad social: la sociedad abierta ha evolucionado hacia una sociedad cerrada que cada vez ofrece menos oportunidades a quienes aspiran a una vida mejor.

La ventaja de Trump, el privilegiado por excelencia, con ese electorado rencoroso y dolido, es que él toma el micrófono y articula y dice a todo volumen lo que sus seguidores piensan y creen. Trump será de Manhattan, pero habla como si hubiera crecido en una zona industrial exhausta, por ejemplo, en Gary, Indiana, y fuera un trabajador manual desempleado. Esa capacidad de conectarse con personas de una categoría social muy distinta a la suya es uno de los grandes atributos del multimillonario. Aquí lo que me interesa subrayar es nada de lo que dice Trump es una extravagancia en términos del Partido Republicano; es extremo, pero, a diferencia de otros republicanos que se esconden en la corrección política, no hace el esfuerzo de ocultar sus actitudes racistas o sexistas. Por esa razón, sus discursos tienen un efecto catártico en su auditorio para el que las palabras altisonantes del precandidato son una liberación.

Para entender el éxito de Trump no sólo hay que mirar a la sociedad estadunidense, sino asomarse a la disparatada coalición en que se ha convertido el Partido Republicano. Abarca desde los conservadores moderados hasta la ultra religiosa, los libertarios, el tea party y un mosaico de grupos que coinciden sólo en su odio a Obama y a Hillary Clinton. No lo dicen, sin embargo, Trump expresa sus temores y prejuicios. Muchos de ellos apoyarían la tortura, el envío de tropas a países considerados enemigos, políticas punitivas contra todo aquel que fuera percibido como un costo para Estados Unidos. Al igual que Trump, la mayoría de los republicanos cree en la mano dura, en el enemigo emboscado, en el uso de la fuerza, pero no lo pregona. Según escribió Amy Davidson en The New Yorker del 4 de abril, la diferencia está en que mientras uno grita, los otros insinúan.