aminaba hacia el parque Aurora, en Coyoacán, cuando de una mesa de un café en la esquina de Pino saltó a mi encuentro María Luisa Passarge vestida de oscuro, con su pelo rojo abundante sobre los hombros y su sonrisa amplia y permanente. Después de desearnos feliz año mutuamente, con implícita insistencia ofreció mostrarme un par de libros que acababa de sacar en su editorial. Mientras yo los hojeaba, me explicó que eran cuadernos de autor, como se podía ver, dibujos y notas en el de un escultor y dibujos y notas en el de un escritor. María Luisa estaba orgullosa de haber producido esos bellos libros y sin timidez me invitó a participar. Quizás inesperadamente solté una carcajada que, apenada yo misma, me apresuré a justificar. Mis cuadernos de autor jamás podrían pasar a ser publicados pues, contrario a los que hojeaba, se trataba de libretas caóticas que más bien me avergonzaría mostrar, no digamos publicar. Pero por supuesto agradecí la invitación y, tras despedirme y seguir mi camino, dejé fluir la imaginación y me vi empezando un cuaderno de autor falso pero con miras a ser publicado bellamente por Passarge.
La verdad es que, a la vez que reconozco lo impublicable de mis cuadernos, no oculto el antojo y hasta entusiasmo que experimento cada vez que veo publicados los de otros autores, ya sea escritores, artistas o científicos, colecciones siempre gratas de encontrar en librerías de libros nuevos y de libros de segunda mano. Y no hablo de mis diarios que, por más que aun cuando tampoco son publicables al menos son más mostrables, al menos de lejos, pues salvo las entradas escritas en momentos de crisis (que han disminuido, por cierto), están escritos con buena letra (si bien en vías de perder su gracia), y sin mayor tachón o arrepentimiento. Mis cuadernos de autor (designación que a mí me suena realista pero pretenciosa) son un caos, repito. Aparte de consistir en borradores de mis escritos, incluyen listas de quehaceres pendientes, recordatorios de correspondencia que hay que atender, visitas a museos que hay que hacer, compras diversas, rayones, tachones, pegatinas, escritura descuidada incluso en no atenerse al renglón y, lo peor, sin dibujos, a lo mucho esquemas. Mi habilidad como dibujante es nula. Si trato de dibujar una pistola me sale el dibujo de un perro, no me pregunten cómo. Además de haber reprobado trigonometría en la preparatoria reprobé dibujo, lo que es de mis mayores vergüenzas. El maestro, que era un arquitecto, nos pidió que dibujáramos una silla y yo, sencillamente, fui incapaz, para decirlo de una vez. Incapaz. Incapaz. Y es algo que no me gusta recordar en lo más mínimo.
Ahora bien, para seguir con el tema del cuaderno de autor mío, que desearía con fuerza ver publicado alguna vez, por algo digo que tendría que ser falso. Páginas con letra clara y pareja, dibujos al menos atractivos, listas de compras que no incluyeran cereal ni pasta de dientes, compras que se concentraran en lápices, borradores, papel, libros, libros, libros. Números de teléfono o direcciones de correo de gente que no tuviera que ver con asuntos bancarios, de contaduría, de hacienda (¡Otro detestable recuerdo!), de seguros, de médicos. Es admisible un recordatorio de una costurera a la que hay que pedirle que convierta una falda en chaleco o que le aumente a un pantalón demasiado ceñido con las mangas del saco de lo que en el pasado fue un traje formal. Es admisible el recordatorio de cumpleaños, sí, pero ojalá no existiera el problema tediosísimo de ¡tratar de recordar cobrar mis trabajos! Ojalá tampoco existiera la ansiedad implícita detrás de las listas de trabajos por publicarse que se posponen, que se olvidan para todos menos para mis recordatorios.
Otra cosa son las agendas. Vuelvo sobre mis pasos pero María Luisa ya no está en el café. Antes de ofrecerle que publique mi agenda del año pasado, con compromisos atendidos y detallados, con letra clara (y sin necesidad de un esquema ni mucho menos de ningún dibujo), tendría que pedirle que me la cosiera, pues la recorté para que me cupiera en una bolsa y no sólo no me cupo sino que se me deshojó y el zapatero no se arriesgó a coserla y fue a una imprenta a donde me aconsejó acudir para reparar mi acto impulsivo. De hecho, un sastre tampoco se arriesgó. Y en cualquier imprenta, que no fuera atendida por algún amigo no me atrevería a dejarla.