o estamos ante un Gólgota redivivo y el recuento anual del calvario y la resurrección a que se dan los católicos no desemboca en un panorama de auténtica contrición. Bruselas, donde palpita el corazón de la eurocracia y se alojan también, al igual que en Estrasburgo, los mejores alientos de continuidad del gran proyecto de nueva civilización basado en la cooperación y la justicia social, así como en el gran mercado y la mejor educación, es teatro del crimen masivo y la inmolación de dos jóvenes hermanos, hechos con los medios más modernos imaginables.
Semana Mayor, sin duda, que obliga a todos a preguntarse en serio por lo que hoy quiere decir modernidad, ser modernos, gozar del desarrollo y vivir la afluencia no sólo material, sino aquella que se plasma en la materialización cotidiana, en códigos, agencias e instituciones, de lo que Bobbio llamara la era de los derechos
. Semana y preguntas magnas que no pueden quedar atrás con cargo al calendario ni ser subsumidas en el tráfago cotidiano de la política que todavía nos empeñamos en llamar normal
, cuando lo que impera es un estado de emergencia y excepción cuyos poderes se activan casi de modo automático para poner en movimiento auténticas máquinas de defensa y ataque que, sin embargo, una y otra vez se ven humilladas por la audacia criminal y fideísta de los buscadores y cultores del fin del mundo y la vuelta del profeta.
Panorama apocalíptico, sin duda, que se despliega en una y mil histerias apenas contenidas que claman por nuevas cruzadas y por poner a un lado, a buen recaudo si se quiere, el inmenso y rico inventario de cultura y civilización acumulado y recreado por siglos.
El gran ajuste no es pues sólo económico o financiero, ni siquiera es sólo el que nos refiere a revisar con cuidado, pero sin pausa, la pauta laboral inventada y reproducida de manera ampliada desde la Revolución Industrial. El gran reajuste que urge tiene que provenir de un recuento doloroso del estado real y efectivo de los equilibrios alcanzados entre seguridad y libertad en los últimos dos siglos para, como ha escrito hace unos días en The New Statesman el agudo crítico británico John Gray, actualizar a Hobbes, ponerlo de pie, antes de que el péndulo que gobierna esas relaciones fundamentales se vuelva contra todos como ocurrió en el periodo de entreguerras que vio nacer los fascismos, afirmarse los totalitarismos y desembocar en la guerra más destructiva de la historia.
Volver a Hobbes quiere decir volver al Estado. Y esto quiere decir, nos guste o no, revisar criterios de evaluación y alternativas al uso, para poner los derechos fundamentales en el lugar que la época les otorga: no sólo ni principalmente frente y contra el Estado, sino al lado de éste, en virtuosa reproducción conjunta, como lo pudimos vislumbrar con el despuntar de los estados de bienestar y las primeras grandes evoluciones hacia el Estado supranacional y su mercado común basados en un régimen de libertad y seguridad expresamente adoptadas por todos como cauce y propósitos universales.
Nada de esto ha quedado indemne después de los atentados alevosos y sangrientos del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y su secuela ominosa en materia del derecho de gentes dentro de los propios Estados Unidos de América. A partir de entonces, todo se ha puesto en juego y para mal: el valor de las soberanías nacionales, los órdenes estatales constituidos, el sometimiento a la ley y el interés general de los poderosos intereses financieros, energéticos, bélicos, que se volvieron poderes globales de hecho e impusieron las invasiones en Irak y Afganistán para luego dejar el hoyo negro que pretenden llenar el Estado Islámico y sus aliados, súbditos del terror y la destrucción. Todo se ha vuelto pantanoso, más que líquido, como dijera Bauman, y ha confluido hasta el matraz horrendo que empezó a fraguarse en París y Bruselas para llevar al mundo a sus espacios más avanzados, a este nuevo comienzo marcado por una Semana Mayor manchada de sangre y corrosión.
El carácter profundo de la crisis global que desatara la codicia financiera sin control en 2007 y 2008 se revela como desafío civilizatorio y, por ende, cultural; como el fin de una manera de entender y hacer las cosas de las que depende la supervivencia de la especie. Éste es, por mal que nos pese, el contexto de los compromisos mundiales por un desarrollo sustentable y el abatimiento de los peligros inminentes del cambio climático. Cómo inscribir tales propósitos de renovación y culminación de esta era de los derechos
en unos escenarios como los descritos será tarea costosa y dolorosa para la democracia conocida y para el sentido del orden construido.
Es también, que no quepa duda, el escenario de nuestras particulares y tristes tragedias cotidianas, que derrumban modos de vida local y diezman familias, hombres y mujeres que nunca oyeron hablar de Hobbes, pero que si pudieran reconocerían el valor de algunos de sus muchos dichos.
Nada santa, pero sí inmensa, como portadora de muchas y malas nuevas… que no lo son tanto.