La calle de la amargura
ilmar desde el rencor. Según consigna Javier Ocaña en su crítica en El País (26/11/15), la explicación que el propio cineasta Arturo Ripstein ofreció en Venecia de un cine, como el suyo, filmado desde el rencor, apenas sorprende si se revisan sus largometrajes realizados en colaboración con su guionista y compañera, Paz Alicia Garciadiego.
La calle de la amargura parece resumirlos todos, prolongando, de modo reiterativo, sus obsesiones temáticas y sus apuestas formales. Habría que preguntarse, sin embargo, si sólo se trata del rencor social que experimentan personajes invariablemente sumidos en la podredumbre y la miseria, o si es otro tipo de rencor el sentimiento muy íntimo y autodestructivo que también los conducen a la abyección absoluta.
¿Cómo explicar en el cine de Ripstein la predilección por atmósferas urbanas muy sórdidas, en las que el melodrama se vuelca al tremendismo, y la nota roja (la historia verídica de dos enanos luchadores gemelos accidentalmente ejecutados por dos prostitutas envejecidas) se transforma en un costumbrismo delirante, síntesis –se sugiere– de toda una nación volcada hacia la fatalidad y el pesimismo?
Si aventuramos que Ripstein pretende hacer la radiografía inclemente de una sociedad marcada por la vulgaridad, el oportunismo y la corrupción, o por la misoginia más atroz, y que su estrategia artística consiste en preferir la alegoría al realismo para devolverle a la sociedad el espejo de un gran guiñol en lugar de enderezar una sólida denuncia, sin duda su cine, con todos sus excesos, se queda corto frente a la realidad política y social de nuestros días.
El problema es que todo ese preciosismo formal del que hace alarde el cineasta, y que parece tener como principio y fin el arrobo estético frente a la miseria, ya sólo seduce a espectadores extranjeros cómodamente distanciados de ella, y muy poco o casi nada a quienes la viven muy de cerca. Para estos últimos, el recurso al esperpento y el interminable desfile de abyecciones, se ha vuelto, con la repetición y con los años, un apéndice inflamado y grotesco de lo que ya consigna la prensa sensacionalista: algo voyeurista y ocioso, una complacencia que el genio de Buñuel supo evitar en Los olvidados.
La calle de la amargura es, de nueva cuenta, el triste espejo de frustraciones personales y sociales, más lamentables aún después de su recuperación y aprovechamiento estéticos. El resultado: una cámara virtuosa, la de Alejandro Cantú, al servicio de un discurso ayuno ya de novedad y revelaciones.
Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional, a las 12 y 17:30 horas.
Twitter: @Carlos.Bonfil