ntré al penal de Topo Chico para entrevistar a los guerrilleros que se hallaban recluidos en esa prisión convertida desde hace unos días en escándalo nacional. Mi block de notas fue confiscado. Tomaba entonces un curso de alemán. El maestro tiene la regla
, El estudiante abre el libro
. Se sospechó, supongo, que tales frases contenían un mensaje cifrado para planear una fuga o cualquier otro movimiento fuera del orden penitenciario.
Tras esa primera reunión con todos los guerrilleros presos –una veintena–, las siguientes fueron sólo con el subgrupo autodenominado Los 7 del Topo Chico. Parecía el nombre de un conjunto de música regional. Lo encabezaba Gustavo Hirales, y su integrante más joven, Benjamín Palacios Hernández, fue quien al cabo incluyó las entrevistas que les hice a él y a sus compañeros en su libro Héroes y fantasmas, la guerrilla mexicana de los años 70.
En sus relatos, los que fueran guerrilleros dejan ver lo que era entonces y no ha dejado de ser en la policía mexicana su práctica casi única: la sustitución de la ley por una violencia que frecuentemente supera la de los convictos, y la de los instrumentos que ha podido acumular la tecnología criminalística por la tortura como método de confesión.
El grupo con mayores conocimientos y nivel de reflexión en Topo Chico era el que provenía de la guerrilla. La amnistía decretada por José López Portillo, de la cual se beneficiaron escalonadamente sus integrantes, culminó cuando el narcotráfico empezaba a tornarse social y políticamente visible. Pronto nuestra moneda caería estrepitosamente frente al dólar por la baja del petróleo, una descomunal elevación de los intereses de la deuda pública y privada y la infaltable fuga de capitales. El narcotraficante Caro Quintero ofreció pagar la deuda pública a cambio de su libertad. La desinversión en el sistema energético del país bajo el control del gobierno (la Fundidora Monterrey fue insignia del nuevo orden económico y de la consiguiente pérdida de soberanía) se hacía manifiesta y golpeaba sobre todo a Pemex. Si se hunde Pemex, se hunde usted, se hunde México
. Así profetizaba, para el actual sexenio, el dirigente petrolero José Sosa, vocero de Joaquín La Quina Hernández Galicia, ante el presidente Miguel de la Madrid.
Hoy estamos en una coyuntura de peor signo, aunque simulada por la mayoría de los medios y las organizaciones sociales del Estado más cercanas al gobierno. En un trienio, el peso se ha desplomado frente al dólar en 50 por ciento. Cuando el gobierno de Luis Echeverría devaluó la moneda nacional en 20 por ciento, los empresarios se pusieron en pie de guerra. Blindados por el propio gobierno, ahora permanecen callados. Ha habido fuga de capitales, desempleo evidente y severas restricciones al gasto social. Ni los anuncios espectaculares sobre la inversión extranjera ni otro tipo de espectáculos como la presencia cinchada del Papa logran ocultar la crisis. Crisis pareja, que se manifiesta sobre todo en las cárceles donde, como en la de Topo Chico, cobra numerosas víctimas y mayor violencia.
Si a las limitaciones económicas se suman la impericia, la negligencia y la corrupción, al penal de Topo Chico, así como antes al de Cadereyta, le seguirán otros. Según la Comisión Nacional de Seguridad, 50 por ciento de las penitenciarías del país registra sobrepoblación.
¿En qué momento el control dentro de Topo Chico se tornó en una pérdida de terreno gradual para el gobierno en favor de los delincuentes organizados? Aun con la cierta rudeza del jefe de celadores, Belisario López Téllez, que atenuaba el capitán Alfonso Domene con mano firme pero en buena medida tolerante, el control se mantenía. Pero cambió de manos, no por nada, con la ruptura del huevo donde se gestó la serpiente neoliberal. El capitán Domene fue asesinado, en el curso de una revuelta dentro del penal, el 27 de marzo de 1980.
La enorme desigualdad de las clases sociales en México se reproduce con increíble ostentación en las prisiones. Botón de muestra, el penal de Topo Chico: un mall con facilidades hoteleras de cinco estrellas para los capos y sus camarillas, en cuyo sótano la pobreza y el terror trituran las vidas de miles de reos.
Washington, que no combate al narcotráfico en territorio estadunidense, nos lo impone para mantener incólume e impune el récord mundial de consumo de drogas. Este combate deja más víctimas de las que pudiera cobrar la droga misma y trae aparejados otros efectos perniciosos: desmesurada presencia de armas; militarización de las instituciones de seguridad, que se traduce en corrupción de las fuerzas armadas, atropello a los derechos humanos y un virtual estado de sitio en diversas partes del país. En suma, una mayor violencia social y del Estado.
Pero las autoridades, que no ven más allá de su escritorio, siguen combatiendo a la delincuencia con más patrullas, más policías y más armas. Cuando el ciudadano común sabe que el verdadero combate a la violencia social y la delincuencia coorganizada de criminales, funcionarios y empresarios tiene otras causas: ausencia de empleos, sueldos de hambre, fractura familiar, deserción escolar, inmovilidad social. Todo aquello que en mis visitas a Topo Chico existía, sí, pero en un grado bastante menor.
El punto de reversión de eso que de tanto en tanto nos sacude por la muerte o la desaparición de múltiples víctimas, ya se sabe dónde está. Y allí seguirá, mientras los responsables de la conducción del Estado miren para otra parte.