eina el mal entre nosotros. Todos los males que escaparon de la caja de Pandora nos cayeron encima. Francisco no podrá despejar su misterio. Pero algo hará, acaso, en relación con los malosos, sobre los que no hay misterio alguno.
En la tradición católica, un misterio no es un rompecabezas aún no resuelto, un reto a la inteligencia o al espíritu investigador. Es algo que nuestro pensamiento es incapaz de penetrar, algo fuera del alcance de nuestra comprensión. En esa tradición, el mal es un misterio, el mysterium iniquitatis. ¿Cómo entender el desollamiento de Julio César o el sofocamiento de Juanelo, el hijo de Javier Sicilia? ¿Cómo entender Ayotzinapa, San Fernando o Tierra Blanca? ¿O que 99 por ciento de los delitos interminables permanezcan impunes? ¿Que sigan los feminicidios, las masacres, las desapariciones, las fosas clandestinas? ¿Que ya no sea posible distinguir entre el mundo del crimen y el de las instituciones? ¿Que funcionarios y criminales, unos y los mismos, digan lo que dicen y hagan lo que hacen? ¿Cómo entender el extremo de degradación moral al que han llegado jóvenes criminales, altos funcionarios públicos y dirigentes de empresas?
Las explicaciones sicológicas, socioeconómicas, políticas… se quedan siempre cortas; son insuficientes. Ninguna ciencia despeja el misterio. Desde Pablo el apóstol se cree que ha aparecido entre nosotros algo increíblemente horrible y sin precedente, el mal. Sólo podremos entenderlo en un tiempo posterior, el del apocalipsis, el del fin de los tiempos. Pero ese mal, ese misterio, puede ser investigado históricamente. Observar, por ejemplo, que no es como el de otras épocas. Se hizo real y común la perversión, la inhumanidad, que antes sólo eran posibles o excepcionales. Se perdió el sentido del bien. Bien y mal fueron remplazados por valores y desvalores que nos abruman y destruyen.
El corrupto, ha escrito el papa Francisco, debe distinguirse del mero pecador, porque eleva su acción a sistema y la convierte en hábito mental y en un modo de vida; pierde la dignidad y la hace perder a los demás. Al llevar pan sucio
a su casa, subrayó, el corrupto ha perdido la dignidad.
Francisco no será recibido por meros pecadores, como le ocurre en todas partes. Estará continuamente entre corruptos, tanto del gobierno como de su propia Iglesia. Estará entre malosos. Los tenemos bien identificados y seguramente él también. Por verlos donde están, impunes, en muchas personas muere lentamente la llama de la esperanza, como dice el Frayba. Pero no muere la llama de la resistencia. Para fortalecerlas, es necesario reconocer su valor y dignidad y reavivar amorosamente la llama de su esperanza. ¿Podrá Francisco observar todo eso y actuar en consecuencia?
Pandora, la-que-todo-lo-da, cerró su caja antes de que escapara la esperanza. Como venía junto a los males que escaparon, algunos la incluyen entre ellos: esperando, la gente puede ponerse a la expectativa cuando hace falta actuar; o acepta un estado de cosas insoportable esperando una liberación futura, en otra vida, quizás.
Pero la tradición dominante confía en la esperanza. Porque son tiempos de desesperación, buscamos desesperadamente la esperanza. ¿De dónde viene?, se pregunta el Majabhárata, el libro sagrado de India. Como es el ancla de cada persona, perderla produce una inmensa pena casi igual a la muerte. Pero es difícil entenderla y nada hay más inconquistable.
La perdimos. El hombre moderno la transformó en expectativa y su ethos prometeico la eclipsó. La supervivencia de la raza humana depende hoy de que se la descubra como fuerza social
, nos advirtió hace tiempo Iván Illich. Y Agamben sugiere que lo importante ahora es descubrir el mecanismo que produjo la declinación de la esperanza y contradecirlo.
Es lo que hicieron los zapatistas. En marzo de 1994, en respuesta a un niño que les había escrito desde California, los zapatistas reconocieron que eran profesionales, pero no de la violencia, como decía el gobierno, sino de la esperanza. En 1996 propusieron crear la Internacional de la Esperanza. Al liberar la esperanza de su prisión intelectual y política, crearon la posibilidad de su renacimiento.
La esperanza es la esencia de los movimientos populares. No basta la inconformidad, el descontento. Tampoco es suficiente el despertar crítico. La gente se pone en marcha cuando siente que su acción puede traer el cambio, cuando tiene esperanza. Y eso es ser sabio. En tzeltal, sabiduría es tener fuerza en el corazón para esperar. Es lo que hoy empieza a cundir, a sabiendas de que la esperanza no es la convicción de que las cosas ocurrirán de determinada manera. Es la convicción de que algo tiene sentido, independientemente de lo que resulte.
Renace entre nosotros la esperanza, una esperanza contra toda esperanza. Estamos consiguiendo, paso a paso, darle de nuevo sentido a nuestras vidas, nosotros mismos, no el mercado ni el Estado, no las instituciones ni las ideologías, para enfrentar el mal que ha caído sobre nosotros, para detener a los malosos, para recuperar el bien. Si puede y quiere, Francisco contribuirá a fortalecernos en esa tarea.