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Justicia natural quijotesca
E

n ocasión de los 400 años de vida de la inmortal obra de don Miguel Cervantes Saavedra: El Quijote de la Mancha, pienso que más que en los libros de caballería fue en el espíritu de casta que el ingenioso hidalgo de La Mancha fortaleció su pasión por la justicia natural como se advierte en su austeridad del alma y prestancia severa; la vieja dignidad que encarnó en él. Esa dignidad que parece haber perdido México frente a la miseria del campesino indígena y el poder del hampa que parece ganar la batalla.

Andando los siglos el Quijote no se pierde y llega a nuestros días sumido en igual pobreza que la nuestra. Casi perdemos el orgullo de la rancia ascendencia, debido a la cada vez hacienda más corta, blasones carcomidos y la dignidad que mostrábamos similar a la del Quijote firme de trazo y sobria de colorido.

Era el Quijote un hidalgo de lugar, medianamente acomodado. En vestidos sin lujo y un comer sin regalo consumía las tres cuartas partes de su pobre hacienda. En nada se ocupaba, ya que el trabajo es cosa de villanos y así los ratos que estaba ocioso eran los más del año. Por instinto de señorío prefería los libros de caballería en que se narraban hazañas de grandes señores. Su pequeña fortuna la invirtió en buscar solaz a su espíritu, en el que se engendra un exaltado idealismo en el que estaba presente la dignidad. Esa que se nos escapa.

Hay hidalgos que perdieron con la hacienda, el orgullo y el sentimiento de la dignidad, de la estirpe. Un ejemplo claro es el de Quevedo, con el Buscón Pablo de Segovia. Un hidalgo hecho y derecho de casa y solar montañés, pero tan venido a menos que había vendido la sepultura por no tener en que caerse muerto. Sólo el Don le quedaba por vender. Este mayorazgo raído, como todos ellos, ostentaban nombres y apellidos campanudos acabando en son y empezando en don. Todo estribaba en aparentar. El hidalgo de Quevedo se explica con claridad en oposición al hidalgo de Cervantes.

Este hidalgo quijotesco, lo mismo de otra y esta época, era o es en su pobreza feliz –porque tenía pura la sangre de su linaje–, pan para nutrirse y casa blasonada que le prestaba abrigo en el invierno y sombra en el verano. Es decir, tenía cuanto un pobre de su alcurnia, de sus ideas y de su carácter podía apetecer en los tiempos que corrían y en ello fundaba la mayor vanidad.

La pobreza y aun la miseria no excluyen la dignidad, lo mismo ayer que hoy en la casta. Esa casta que heredamos y requerimos para enfrentar nuestro idealismo mágico al pragmatismo propiciador del hambre de los marginales unida a la violencia extrema.

¿Dónde está nuestra dignidad?

Porque este detalle tiene seguramente milenios de formación secreta, y no es precisamente con esquemas económicos, a base de estadísticas, como se pueden encontrar los hilos que nos llevan a través de hilos mágicos, sean nacionales, sensoriales, climáticos, educativos, sexuales, hasta su raíz. Y nos den los significados más precisos de los rasgos; color, ademanes, manera de ser, y partículas tan inasibles del proceder humano como la manera de andar, de sentarse, o usar sombrero, mismas que repiten los campesinos a la llegada de la ciudad perdida en las afueras de las urbes.

El campesino mexicano se pone en las botas del vencido –El Quijote–, y se siente atraído y hasta cautivado por lo que dice y no dice; lo que sugiere, entresaca, hurga e ironiza traduciendo caracteres y perfiles que para nosotros mismos, sus fraternos de otras ciudades y latitudes patrias, se nos aparecen como distintos, indescifrables. Sí, distintos incluso como cultura y entidad social. Con unas tradiciones, gustos, cocina y preferencias que no sabemos interpretar; fiestas que no entendemos, pero sorprenden al margen de las condiciones sociopolíticas, desfavorables para ellos.

Tan humillado ha sido el campesino del norte, como el del sur o el del centro. Pero, ¿qué nos da, además del distintivo geográfico, saber que pasaron más frío, más hambre o más humillaciones? Nada. De la cultura que formaron esos míseros campesinos, está la gran jugada histórica mexicana, de la que no sabemos nada. El campesino indígena está imbuido de una magia que desconocemos y es intimidad, coquetería, vejez: vacío, tristeza, pero, que no tienen nada que ver con el malhumor y el aburrimiento. Magia que se define con propiedad, y deja flotar sus maleficios y casta heredada que sólo captan quienes simpatizan con él.

Cada campesino es un repertorio de gestos, trazos, y su cultura calará cuando cada una de las partes constituyentes de su casta se manifieste con un estilo propio en las mil pequeñeces a los que la vida en común con los diferentes imprima sello dándoles hechura. Un pueblo que ha extraído de sus entrañas un canto ranchero alquilatrado y sabio y una comida matizada por el chile que durante siglos puede no ser nada, pues confía en su inmortalidad, seguro que su merecimiento no podrá ser escuchado en el olvido.

El campesino no ha dejado de vivir, pero sí de moverse. Por eso se ve pasivo, apático, como máscara de esa casta heredada del hidalgo Quijote y el guerrero Cuauhtémoc. Mestizaje que no acaba de fructificar. Mientras sigue en espera, espera de la justicia natural y la libertad.

Esa dignidad azteca y española que encontrará el papa Francisco en nuestro México, cubierta por la cohetería, la publicidad, y las máscaras de las máscaras. Esa dignidad que espera y espera la justicia natural.