urante muchos años he sostenido que los partidos políticos, particularmente los de oposición, debían tener una clara definición que los distinguiera de sus oponentes. No omití que para partidos de ese tipo les sería difícil ser competitivos electoralmente, pues simplemente por su mayor definición (ideológica y eventualmente de clase) tenían que ser excluyentes y, al serlo, disminuirían sus probabilidades de ganarle a los partidos más incluyentes y más aceptados, normalmente de centro (centro izquierda, centro derecha).
Asimismo, he venido sosteniendo que las alianzas partidarias con fines electorales debían ser entre organizaciones afines, so pena de confundir al electorado y de degradar la política a mero trámite o medio para ganar cargos y puestos en la representación política y en los gobiernos, sin importar las demandas y necesidades de las mayorías.
En estos momentos me encuentro escribiendo un largo ensayo que incluye los temas enunciados anteriormente, y de mis lecturas corroboro: que desde los años 80 del siglo pasado (y en algunos casos desde una década antes), tanto en Europa occidental como en la mayoría de los países latinoamericanos (México incluido) los partidos más definidos iniciaron una suerte de abandono de sus posiciones tradicionales, concretamente los que se asumían como partidos de izquierda y antisistema. Éstos se corrieron al centro con el fin de competir con los antiguos partidos socialdemócratas o se quedaron en algunos casos (los más radicales) en el limbo electoral de los partidos marginados y minúsculos que sólo por alianzas con los grandes podían lograr cargos de representación, digamos en el parlamento.
Los partidos comunistas, por ejemplo, abandonaron su matriz ideológica fincada en el marxismo, la lucha de clases como pilar estratégico, la dictadura del proletariado como meta transitoria al socialismo y éste fue convertido en un recurso discursivo sin contenido en sus actividades políticas. Lo más grave para ellos fue que no pudieron competir con los partidos socialdemócratas que desde hace casi 60 años dejaron de ser anticapitalistas y, todavía peor, que fueron despareciendo del mapa partidario para convertirse en híbridos poco diferenciados de la mayoría de los partidos que por décadas se habían presentado en el centro-izquierda. Los partidos comunistas, con este u otro nombre, desaparecieron o disminuyeron en tamaño e influencia y, peor, los trabajadores que antaño decían representar, por lo menos en Europa, se pasaron a las filas de los partidos ultraderechistas, nacionalistas y xenófobos que han venido ganando terreno en varios países.
Por otro lado, los grandes partidos tradicionales, de manera semejante en Europa y en América Latina, también se perdieron desde aquellos años y han sido rebasados por partidos de nuevo tipo (emergentes, podría decirse) que en buena medida han establecido convenientes
alianzas, incluso con la derecha radical, para ganar las elecciones.
Todavía esas alianzas suelen darse entre partidos más o menos afines, pero también se han presentado entre partidos que hace 30 o 40 años eran antagónicos en muchos sentidos. Los avances de los ultraderechistas en Europa ha llevado a partidos de la vieja izquierda a establecer alianzas con los de derecha, por considerar a éstos (con razón) más liberales que los de corte neofascista. En América Latina el neofascismo es escaso y débil, pero aun así los partidos de centro derecha y hasta de derecha (no extremista) han contado con alianzas, más coyunturales que de cierta permanencia, de los partidos de izquierda que han devenido de centro-izquierda. México no es la excepción, pues estamos viendo alianzas entre el PRD y el PAN que en los años 90 hubieran sido impensables.
Tal vez habría muchas explicaciones de este nuevo fenómeno, pero la principal, a mi manera de ver, está en que los partidos de centro-izquierda (considerados en general como socialdemócratas) están más interesados en ganar parcelas de poder o compartir éstas con quien sea con tal de quedar dentro del sistema estatal. Preocupados como están por estos mezquinos intereses, normalmente para sus propias burocracias dirigentes, se han distanciado tanto de sus bases como de los ciudadanos en general, comenzando por aquellos que dicen representar.
Podría decirse que este nuevo tipo de partidos simplemente se adecua a los cambios que se han dado desde los 90 del siglo pasado, y que no tienen alternativa. Puede ser, pues de mantenerse en sus viejas concepciones que los definían en el pasado, no tendrían capacidad para ser competitivos electoralmente, estarían nadando contra una corriente que si no es mundial, casi lo es. En el presente, la izquierda socialista casi no tiene seguidores entre los ciudadanos de a pie por más que los tenga, cada vez menos, en los medios intelectuales y académicos. Ahora ser de izquierda, en América Latina (que no en Europa), es ser nacionalista, populista en varios sentidos y partidario de una mayor intervención del Estado en la economía (antineoliberales). Aun así, para este tipo de partidos su enemigo principal está en los intereses que representa el Estado y en los medios de comunicación que cada vez más influyen en las preferencias ciudadanas.
No quiero decir que lo que he venido sosteniendo por muchos años sobre los partidos me lleve a desdecirme en el presente, pero sí que tal vez debamos ajustar nuestros esquemas interpretativos y aceptar que el mundo ha cambiado mucho, no sólo en tecnologías sino en política. Confío en que cuando termine el ensayo que estoy escribiendo tenga mayor claridad.