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En vísperas de otra recesión

In memoriam –Adolfo Sánchez Rebolledo– 1942-2016

I

nicié el artículo previo con el aserto de que, a principios de enero, el mundo pareció venírsenos encima, y no sólo a los mexicanos. Ante la acumulación de malas noticias y peores augurios, pero también en respuesta a fenómenos de más larga data, fue cada vez más frecuente el señalamiento –recogido en diversos medios informativos y análisis académicos– de que la economía mundial se encontraba, de nuevo, a las puertas de una recesión generalizada. Menos de ocho años han corrido desde la que se desató en 2008, con acta de nacimiento fechada, por la bancarrota de Lehman Brothers, el 15 de septiembre, y cuyas secuelas aún no se disipan. A los primeros motivos de preocupación –las espectaculares caídas de las bolsas de valores de Shanghái y Shenzhen, que activaron los gatillos automáticos y suspendieron la operación de los mercados más de una ocasión, y la precipitada aceleración de la caída de las cotizaciones internacionales del petróleo, que disminuyeron entre 25 y 37 por ciento en las primeras 13 jornadas del año para los tres crudos marcadores: Brent, WTI y canasta OPEP– pronto se sumaron otros, de muy diversa naturaleza. Desde el marcado debilitamiento de la actividad económica en Estados Unidos en el cuarto trimestre de 2015, con tasa anual de crecimiento de apenas 0.7 por ciento, hasta el agravamiento de las tensiones políticas en la Unión Europea provocadas por las repetidas oleadas de refugiados que introducen elementos de inestabilidad e incertidumbre, incluso en situaciones políticas sólidas y estables, como la de Alemania, y amargan las relaciones políticas intracomunitarias estrechando los márgenes de cooperación en todas las áreas.

Con lo anterior quedó en evidencia una muy veloz operación de los circuitos de transmisión y amplificación global de las señales negativas de los mercados, tanto de productos como de valores y, además, la fuerte repercusión negativa de las tensiones geopolíticas sobre las opciones de cooperación económico-financiera. En otras palabras, se atiende poco a lo que pueda decidir, por ejemplo, el G-20, este año presidido por China, y se sobrerreacciona ante la volatilidad cambiaria o bursátil con medidas de ajuste, que enturbian más el panorama, o con respuestas políticas a menudo contraproducentes, como las ultranacionalistas de Polonia.

Neil Irwin, economista de la Universidad de Columbia y colaborador regular de The New York Times, trazó la ruta que puede conducir, más pronto que tarde, a una nueva recesión (If There is a Recession in 2016, This Is How It Will Happen, 4 de febrero). El disparador bien podría hallarse en la deteriorada situación financiera de algunas de las economías emergentes de gran tamaño y posible importancia sistémica. Para el FMI, por ejemplo, la desaceleración generalizada de estos países, cuyo dinamismo había sido el principal sustento de la economía mundial en el presente decenio, es ahora la mayor amenaza para una recuperación sostenida.

Las dificultades de los emergentes provienen, por una parte, del fin del llamado súper-ciclo de los productos básicos y, en especial, del derrumbe de los precios del petróleo. Hay aquí algo paradójico. A finales de enero, Anatole Kaletsky recordó que toda recesión global, desde 1970, ha sido precedida por un aumento –no una caída– de los precios del petróleo. Más allá de su impacto puntual sobre los exportadores, las reducciones se consideran como factores de estímulo de la demanda y, por ende, del crecimiento global. Ahora, sin embargo, no ha ocurrido así. No parece exagerado afirmar que los casi únicos beneficiarios de la caída del petróleo han sido los motoristas de Estados Unidos, que han podido usar autos más grandes, recorrer mayores distancias y olvidarse de la gasolina consumida. Para el conjunto de la economía mundial, el efecto negativo de esa caída, resentido en primer término por los exportadores y sus gobiernos, se ha extendido a muchos otros sectores y ha acentuado la creciente incertidumbre global. La lista de damnificados es mucho más larga de la que podía esperarse hace año y medio, cuando se inició el desplome. Incluye, por ejemplo, a Arabia Saudita –forzada a implementar un ajuste presupuestal mayor y en trance de vender parte del capital de SaudiAramco, la mayor petrolera del mundo– y a los bancos estadunidenses –enfrentados al riesgo de suspensión de pagos de los productores shale, a los que financiaron con largueza– con consecuencias tan impredecibles como las de las hipotecas subprime. Puestas en la balanza, al menos hasta ahora, las consecuencias recesivas del colapso petrolero superan a las que favorecen la expansión.

Por otra parte, las economías emergentes resienten el cambio de orientación de las corrientes internacionales de recursos financieros. Desde principios de siglo éstas, en términos netos, se han dirigido hacia ellas en montos considerables, superiores en algunos años a los 400 mil millones de dólares. Sin embargo, en 2015 y muy probablemente en 2016, se reorientan hacia las avanzadas, en respuesta a las expectativas de aumento del rédito en algunas de éstas y como medida precautoria ante las previsibles dificultades de pagos en las primeras. Las crisis de deuda de la segunda mitad del siglo pasado estuvieron precedidas por corrientes netas de capital negativas para el mundo en desarrollo. Si se conjuntan un severo deterioro de la relación de precios del intercambio y fuertes salidas netas de recursos financieros el impacto recesivo es inevitable.

Dos de las grandes economías emergentes, Brasil y Rusia, se encuentran ya en recesión, por factores como los antes reseñados, a los que hay que añadir, en el caso de Rusia, el efecto de las sanciones estadunidenses y europeas y de las tensiones políticas asociadas. El Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de la ONU ha hecho notar la disminución del aporte de China –en los dos años pasados– al crecimiento de la economía mundial, del que había sido el principal sostén en los primeros años de la década. No he encontrado un cálculo equivalente de la sin duda muy disminuida contribución de Rusia y Brasil –la sexta y séptima mayores economías, medidas con tipos de cambio de paridad de poder adquisitivo–, pero puede pensarse que, entrambas, sería equivalente a la de China –la mayor economía mundial, medida con igual baremo.

En suma, de este abigarrado y, me temo, un tanto confuso conjunto de indicadores se desprende que el escenario para la próxima recesión global ya está más que dispuesto. Quizás el G-20, que se reunirá en Hangzhou en septiembre, puede evitar o demorar el momento de la tercera llamada.