orrida larga si las hay, silenciosa, aburridísima. El atadecer nublado tendió un velo y escondió a la Plaza México. El frío penetraba como cuchillo de siete filos que llegaba a los huesos. En el fondo del ruedo destacaban luces sanguinolentas en el morrillo de los bureles, reflejados en la negrura del coso semivacío.
Los toritos de José Marrón, faltos de poder, de bravura, de edad, restaban el ímpetu en el empuje. Lo que en términos del poeta Bergamín los hace tardos, miedosos, suaves en la embestida, permitiendo al torero pasarlos lento, fuera de cacho y eludir el peligro del cruce. Los de Marrón, similares a los corridos en la temporada y arrodillándose a tono con las católicas semanas que se avecinan.
Toreo con base en siluetas mal trazadas, dibujadas en el fondo negro, dejaban la ingrata sensación de la impotencia. Toritos que arrastraban tonelaje en tarde nieve de cerveza oscura terminada en el lado aburrimiento.
Tanta cerveza palpitaba el eterno e infinito misterio del toreo que flotaba en la quietud del amodorramiento, el bostezo, hasta llegar al alma soñadora que se recreaba en la caricia del recuerdo, ilusiones sin vivenciar a la sombra del ensueño.
Los olés en el tendido tres horas y medio después me despertaron y en el ruedo Juan Pablo Llaguno con la magia de su muleta hacía pasar al torito en pases naturales sueltos pero muy toreados. El niño patilludo tiene temple en las muñecas y el sentimiento torero en el espíritu. Fatal con el estoque con el torito parado. Me gustaría que lo repitan en el final de la temporada.