Opinión
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Carnaval de nostalgias
¿Q

uién puede conocer a Celia Cruz sin que lo bañe el mar? Escucharla hoy y hace 30 o 40 años es entrar de lleno a una vida de nostalgia. Yo conocí a Celia Cruz en casa de las Lara. Esas cuatro hermosas hermanas, morenas tropicales que cosían mejor que nadie, que se pasaban la tarde bordando al aire de las frescas mecedoras de su sala de piso ajedrezado y tenían la mejor huerta jardín del vecindario: plena de chaya, yuca, chayote, naranja agria, rosas y morada flor de rompeplato. Las Lara eran perfectas. Siempre esperando. Apagando el deseo que les llegaba por los ojos han curvado ya sus redondeces. Esperan hoy, ya sin remedio, sólo abrazarse entre ellas.

En aquellos carnavales de inicios de la década de los 70 escuché, en una comparsa, a Celia Cruz en casa de las Lara. Era el número principal. Por eso el cencerro, la tumbadora y los timbales se callaban y un hombre de pollera, con el pelo envuelto en una mascada, mimaba con maestría mientras la potente voz que salía del tocadiscos de pilas interpretaba el Yerberito moderno. De allí, quizá, el que cada vez que oiga una trompeta romper el aire recuerde a Pedro Night y a Alfredo El Chocolate Armenteros, quien acaba de morir el Día de Reyes, y me lleve a vivir en un carnaval de mi pueblo.

Tuvieron que pasar demasiados años para que pudiera ver rumbear por vez primera a Celia Cruz en carne y voz. Aunque fue en el mismo pueblo, las Lara no estuvieron allí. Siempre que en el escenario estaba la reina de la rumba mis ojos buscaban entre el público a las Lara esperando el milagro de su presencia, pero claro, ellas seguían en la sala de su casa tropical. Tuvieron que pasar muchos, muchos años, para que Celia Cruz aceptara hacer una película hasta que llegó en 1991 Los reyes del mambo, dirigida por el debutante Arne Glimcher y basada en la premiada novela de Óscar Hijuelos Los reyes del mambo tocan canciones de amor. Por la deslumbrante presencia de la guarachera del ritmo la cinta marcó un hito.

Aunque Los reyes del mambo pasó con más pena que gloria en México, en Francia, Alemania, Noruega y Suecia fue acontecimiento. En ella se cuenta la historia de los hermanos Castillo, soneros cubanos que llegan en la posguerra a conquistar musicalmente a Nueva York. De sus penas, amores, éxitos y sentimientos nos da cuenta la cinta e, independientemente de las rarezas musicales inigualables de Celia Cruz cantando por primera vez en su vida en inglés y de Antonio Banderas interpretando un bellísimo bolero con acento madrileño, Los reyes del mambo nos revive esa época en la que Ponce, Santiago, Maracaibo, La Habana, Mayagüez, Las Piñas, Veracruz y Nueva York eran ciudades de un mismo mar a través de los sonidos de Machito, de Benny Moré, de Moncho Leña, de Mon Rivera, de Agustín Lara, de Tito Puente. Es en este universo donde el trabajo de Óscar Hijuelos y de Arne Glimcher nos atrapa, nos abraza y nos hace amarrarnos en el muelle de la nostalgia.

¿Qué es sino nostalgia el bolero, el mambo, la plena, el merengue, el cha cha chá, el son montuno, la guaracha? Nostalgia que nos recuerda al guaguancó que germinó en Cuba por la savia del flamenco español, mezclada con los ritmos que tocaban los esclavos africanos en sus tambores, dando origen a las formas más antiguas de la rumba, que en su acepción más clara es magnificencia.

Los esclavos que primero la bailaron vivían encadenados por las noches con grilletes en los tobillos. Se veían forzados a limitar sus movimientos: por eso cuando bailaban sus rumbas movían mucho las caderas y muy poco los pies. Al principio las rumbas se tocaban sólo con trompetas y tambores. De allí a la libertad de la guaracha y del mambo no hubo más que un paso que, como baile, es idéntico a la rumba, pero con mucho más movimiento de los pies: como si ya se les hubieran quitado las cadenas.

Con toda esa nostalgia desencadenada uno recuerda a los carnavales que desde las últimas décadas del siglo XVI se llevan a cabo en Cuba en una hilera infinita y estruendosa donde la conga es reina con sus tambores quintos, bombos, cencerros, fierros que suenan y metales. Y así, uno recuerda a Chano Pozo en La Habana con su legendario virtuosismo combinado con su imaginación desbordante. Ésa que alucinó a los que asistieron a los conciertos que ofreció en 1948 con la banda de Dizzy Gillespie en el Carnegie Hall de Nueva York y en la sala Pleyel de París, y que cuando sonó Cubana be cubana bop el solo de conga y los cantos negros de Pozo los volvió, literalmente, locos.

Desde ese gran Caribe compartido, aún hoy la fiesta del carnaval nos lleva al recuerdo de la música de la infancia que es como el mangle: Todas las ramas brotan de una raíz y un tronco común, pero cada una desarrolla otras propias, crece de manera independiente y permanece unida al tronco y a la raíz, compartiendo su savia.

Así es la música de todos los territorios de la costa de nuestro inmenso continente. Así sus ritmos y sus danzas nos llegan sin avisar cuando miramos aquellas fotos campechanas de don Víctor, cuando visitamos la vieja aduana de Frontera en el Grijalva, a Celia Cruz y la casa de las Lara, donde una voz infantil ofrecía siempre un papagayo para aprender a volar, con colores, la imaginación y la nostalgia.

Twitter @cesar_moheno