ía Twitter nos enteramos en el curso de la mañana del viernes último del anuncio presidencial informando a la nación (y al mundo) que había sido detenido nuevamente Joaquín Guzmán Loera, el archifamoso traficante internacional de drogas, que pocos meses antes se había fugado del penal de alta seguridad
del Altiplano, obviamente valiéndose de la corrupción a manos llenas que debe haber salpicado abundantemente a funcionarios de todos los niveles de ese centro penitenciario. Mucha gente pensó que ahora sería una buena oportunidad, entre otras cosas, de conocer por voz del propio Chapo quiénes fueron los funcionarios involucrados y oportunidad también para las autoridades de actuar en consecuencia.
Tiene razón Jorge Castañeda en una entrevista que le escuché en el canal de Tv de Milenio, cuando insiste en que el primer objetivo de esta nueva detención debe ser conocer con pelos y señales las operaciones de corrupción involucradas en esa fuga y, en general, en la cuestión del tráfico de drogas. Con la posibilidad, lo que sería una novedad en México, de que tal información se hiciera pública, lo que viene exigiendo desde hace tiempo la ciudadanía. Tal sería, dijeron algunas voces, el motivo real de la fiesta, aun cuando la mayoría pensó, probablemente con razón, que se trataba de un simple sueño (de opio) irrealizable.
La gran pregunta gira ahora alrededor de la posible extradición de El Chapo Guzmán a Estados Unidos. Primero habría que tener presente la legislación respectiva y los acuerdos relativamente recientes con ese país. Parecería que ahora no es indispensable que el acusado pase por todos los juicios y sentencias que debe en el país que se disponga a hacer la extradición (en este caso México), sino que será una decisión del Ejecutivo y de los órganos judiciales correspondientes, lo cual podría acelerar con mucho el procedimiento.
Pero ¿es el caso? La rápida extradición a Estados Unidos de El Chapo sólo confirmaría que las propias altas autoridades mexicanas tienen gran desconfianza en nuestros propios sistemas penales y de encarcelamiento, lo cual ya es el caso de la ciudadanía, confirmado por las escapatorias múltiples del propio capo, lo cual sería otro tache
grave a la gestión del actual gobierno, no obstante que, en efecto, la detención de Guzmán Loera ha proporcionado al presidente Peña Nieto un pequeño globo de oxígeno.
Sin embargo, en las formas seguimos siendo una república bananera
, como muchas veces se nos califica en el extranjero. Cuando El Chapo llegó a la ciudad de México proveniente de Los Mochis, y se disponían a ofrecer sendos discursos el secretario de Gobernación y la procuradora general de la República, había en la línea de los micrófonos no menos de cincuenta o sesenta, se supone, funcionarios (nadie sabe quiénes eran y para qué estaban ahí, ni una visita papal merece esa cantidad de funcionarios que convocó la llegada del Chapo). Después pudimos ver en las transmisiones de TV que estos funcionarios se acercaban, algunos a codo limpio
, a presenciar más de cerca la subida del Chapo al helicóptero que lo llevaría otra vez al penal de seguridad
del Altiplano, del que se fugó la última vez. La turbamulta que se formó fue bastante grotesca, ciertamente de una república bananera, como dijo alguien con quien veía la transmisión. Me supongo, en tanto, que Guzmán pensaba ya en las alternativas de escape que ofrece ese penal de seguridad
que tan bien conoce.
Es muy posible que la alternativa de la extradición le ahorre al gobierno mexicano el trago amargo de otra fuga, pero también es cierto que esa extradición (que no puede ser a un Estado con pena de muerte en Estados Unidos) le dará posibilidades al Chapo de reducir el tiempo de su condena, vía las negociaciones que ahí se estilan con las fiscalías. Casi siempre por la denuncia de las complicidades, que en esta maraña también involucra a autoridades mexicanas, seguramente de distinto nivel. Es decir, en el fondo se otorgarían a Estados Unidos importantes argumentos de presión.
Este último punto supongo que debe ser de especial preocupación para el gobierno mexicano, ya que desconocemos a ciencia cierta el nivel de los oficiales
involucrados en una cuestión como esta.
La decisión no es fácil y supongo, aparte de los análisis jurídicos que también vendrán, que es ya materia de ardua polémica dentro del gobierno. Quiero suponer que estas son algunas cuestiones de la discusión actual. Es verdad que la nueva aprehensión de El Chapo infunde oxígeno al gobierno de Peña Nieto, pero en pequeñas cantidades, considerando los muy graves problemas que vive México: económicos, de desigualdad, otra vez, de corrupción, etcétera. Por eso las palabras del Presidente en sus discursos de ocasión (de esta ocasión y de otras) siguen sonando muy huecas y autolaudatorias, lo cual resulta contraproducente.
Por supuesto que la opinión pública, en su mayoría, ve con buenos ojos que en tiempo relativamente breve se haya recapturado a Guzmán Loera, pero lo que sigue esperando es la evidencia de que efectivamente se desmantelan los cárteles de las drogas y, sobre todo, que se den pasos firmes para desmantelar las redes de las complicidades, que convierten al país en tierra de nadie, o mejor dicho, en un territorio ocupado por la corrupción.
En su presentación, las autoridades sugieren que la caída de jefes altos del narcotráfico trae consigo mágicamente la disminución del crimen y de los delitos relacionados, lo cual resulta falso porque a la caída de las cabezas surgen otras como medusas que se multiplican. Por eso se ha dicho que el problema es sobre todo social y educativo, y a largo plazo, y no meramente policiaco, y que no existen fórmulas mágicas para resolver estos problemas que se han dejado crecer desde hace décadas, con la muy negativa contribución de Estados Unidos, por su enorme capacidad de consumo.