n martes pasado me ausenté de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara para ir al Instituto Cultural Cabañas (ICC). Aparte del centro en sí, que me hizo volver a soñar con una casa de reposo ideal, quería visitar dos exposiciones, Escrito/pintado, de Vicente Rojo, y la de la Arquitectura del exilio español, curada por Juan Ignacio del Cueto. Y las visité; y me emocioné respectivamente en cada una todo lo que me permití emocionarme desde diferentes puntos de explosión, el estético, el ético, el histórico y, en ambos casos, incluso el sentimental.
Sin embargo, fue mi tercera experiencia en ese antiguo hospicio, inesperada, inimaginable, la que me presentó un dilema que, sin solución, todavía me inquieta.
Resulta que por la circunstancia feliz de que Olga Ramírez, la directora general del Cabañas, recibió a mi esposo –que esa tarde sostendría ahí mismo un diálogo con otros artistas y trabajadores del arte–, se nos presentó la oportunidad de subir unos 15 metros por un andamio anaranjado para ver de cerca los frescos de Orozco que cubren las cúpulas y los muros de la capilla en el ICC. Mi esposo, que sufre de vértigo, no aceptó la invitación, pero me animó a aprovechar la ocasión. La cocuradora de Escrito/pintado, Amanda de la Garza, estaba con nosotros y desinhibidamente dispuesta a subir. En un principio quise delegar en ella mi propia tentación y resignarme a imaginar que subía yo misma o, mejor, fantasear con lo que habría yo experimentado de haberme atrevido a enfrentar semejante ascenso. Pero la sonrisa de mi esposo, que tal vez delegaba inconscientemente su propio asomo de tentación en mí, fue el detonador que me hizo aferrarme del delgado barandal y sentar el pie derecho en el primer peldaño del andamio. Rubén Méndez, director de Museografía y Curaduría del ICC, desde abajo pidió a uno de los restauradores que bajara por nosotras y fuera nuestro precursor en la subida. Y lo cierto fue que, paso tras paso, escalón por escalón, Amanda y yo subimos a la cúpula que en esos momentos el equipo se encontraba restaurando.
Una vez arriba hubo que agacharse para pasar por debajo de un barrote de seguridad y por fin tocar piso en la base superior del andamio sobre la cual trabajaban los restauradores. La bienvenida fue no sólo cálida sino jovial. Nos ofrecieron sentarnos en una especie de banca. No sé Amanda, que es joven, pero yo sí necesitaba sentarme hasta lograr aquietar la agitación que el ascenso me había causado; de hecho, el temblor de las piernas me duró el resto del día.
Entonces platicamos. Pedí que nos contaran en qué consistía su trabajo propiamente dicho. Y a muy grandes rasgos capté que la restauración consistía en aplicar, no trazos desdibujados por el tiempo, pues un trazo equivaldría a falsificar la obra, sino en rellenar punto diminuto por punto diminuto, o en inyectar fragmentos con hongos o con humedades. Les pregunté, casi dándolo por supuesto, si todos eran restauradores propiamente dichos, y para mi asombro me enteré de que sí, pero que previamente cada uno había cursado alguna otra carrera universitaria. Evaristo González Ibarra era pintor y escultor; Martha Ávila tenía formación plástica; José Vázquez era biólogo y, Ricardo, gestor cultural. Se refirieron a un compañero que no se encontraba ahí en esos momentos, Samuel Aguirre. Evaristo recalcó el apellido, Aguirre, y añadió: Ya que ni Ramos ni Beckett
, esto último, dirigido a mí, que ya les había comentado que yo, en cambio, era escritora. O chismosa
, bromeé. Se enderezaron, casi como si les hubiera dicho que era fotógrafa y me dispusiera a retratarlos. Por último, mencionaron a su Coordinador, Alberto, que estaba en su hora de descanso.
El dilema al que me referí al principio de estas líneas se había desatado antes, y consistió en que, cuando Martha iba a explicarnos lo que era un fresco, se interrumpió y se disculpó, como excusándose de pretender explicarnos algo que, para nosotras, que sin duda trabajábamos en el mundo del arte, era elemental. Fue cuando me apresuré a informarles a qué me dedicaba yo, y fue cuando tuve un golpe de conciencia que, dada esta revelación, la realidad era que yo no tenía derecho de estar ahí, de ver de cerca el trabajo de Orozco, y casi ni de imaginar cómo habría logrado, con una sola mano, sin un sofisticado andamio color naranja, la majestuosidad de sus murales.