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Luis I. Rodríguez, salvador de españoles
R

odríguez era natural de Silao y cardenista de una gran firmeza. Por eso fue que don Lázaro le tenía mucha confianza y lo mandó de embajador a Francia al comenzar el complejo año de 1940.

La República Española se había derrumbado hacía poco más de un año y, al antecesor de Rodríguez, Narciso Bassols, le tocó iniciar la portentosa ayuda mexicana que salvó de la muerte y de cárceles horrendas a muchos miles de refugiados.

Ya siendo Rodríguez embajador, los alemanes invadieron Francia y a él le tocó continuar con creces la ayuda. Fue mucho lo que hizo. Solamente logró que el general Petain, presidente de una porción de Francia llamada cínicamente libre, con capital en Vichy, aceptara el famoso acuerdo que, en síntesis, dejaba bajo la protección del pabellón tricolor mexicano, declarando en tránsito hacia México –lo hubiesen solicitado o no– a todos los españoles, judíos y libaneses indocumentados que se hallasen en dicho territorio, sino que, personalmente –a la buena o a la mala– logró salvar de caer en manos de los franquistas, y de que estos los llevaran a España para fusilarlos, a diversos personajes de suma importancia.

Menciono solamente a dos: uno de ellos, Manuel Azaña, quien fuera presidente de la República Española tuvo que agradecer que Rodríguez generara en Montauban una extensión de la embajada de México en la que le dio asilo. Previamente, de manera simbólica el 15 de septiembre de 1940, esgrimiendo una automática que suponemos era de 9 mm., había encarado a tres esbirros de Franco, encabezados por un tal por cual llamado Pedro Urraca Reduelles, también armados, que quisieron arrancar a Azaña de sus manos, precisamente cuando se aprestaba ingresar del Hotel du Midí, donde se hallaba instalada la dicha representación diplomática. Posteriormente, como ya se ha dicho en otros lados, fue el agregado militar mexicano, capitán de caballería Antonio Haro Oliva, quien evitó que se lo llevaran, esgrimiendo su arma reglamentaria.

Le sirvió de poco a Manuel Azaña el esfuerzo mexicano, pues murió del corazón menos de dos meses después. Pero tuvo el inmenso privilegio de hacerlo en un país libre, puesto que aquellas habitaciones eran territorio oficialmente mexicano.

Lo que el suscrito no sabía hasta hace poco es que Juan Negrín, sucesor de Azaña, y anteriormente jefe del gobierno republicano, logró escapar de Francia junto con su familia rumbo a Inglaterra, gracias a la protección y a unos pasaportes mexicanos que le consiguió el propio embajador Luis I. Rodríguez, cuando apenas marchaban hacia el sur, después de haber abandonado París ante la inminente entrada de los nazis.

En Londres, Negrín encontró con relativa facilidad la manera de venir a México, donde residió hasta que terminó la Segunda Guerra Mundial y decidió trasladarse a París. Ahí falleció en 1956.

Me pregunto si no sería prudente que los españoles que se reputan como republicanos, lo mismo residentes en México que en la propia España, tomaran en cuenta el recuerdo de esta figura, especialmente ahora que se cumplen 110 años de su natalicio. ¡Resultaría una buena manera reeditar su libro titulado Ballet de sangre. La caída de Francia, que ya no se encuentra en ninguna librería y solamente en una que otra biblioteca!