Sociedad y Justicia
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Relato de una estancia en El Torito

De llegar en limo, pasar revista médica, hacinamiento y charlas sobre religión

 
Periódico La Jornada
Lunes 28 de diciembre de 2015, p. 36

Ahí está el bohemio, frente a El Torito, dispuesto a cumplir las horas de arresto que le faltan. Libro en mano, gruesa chamarra, gafas y actitud echada pa’lante para no pensar en el tiempo, ése se va de prisa cuando hay gozo, pero su paso se vuelve lento ante el hastío.

Desciende de la patrulla que amablemente hizo de limo (llega por él hasta su casa). Primeras horas de la mañana, el sol apenas asoma su pelirrojo penacho por el Oriente cuando se abre un portón café de lámina. Son los rumbos cercanos a Tacuba, en la colonia San Diego Ocoyoacac, zona que no tiene fama de segura.

Pásele por acá, joven. ¿Viene a pagar horas de alcoholímetro? La sobriedad le lleva a sentir cierta vergüenza, ésa que no reflejó la madrugada del lunes anterior cuando tramitó el amparo de 3 mil pesos, claro, con el coyote (abogado) recomendando por los policías, quien aquella noche liberó a cuatro más. Negocio redondo.

Todo objeto con el que se pueda agredir al prójimo es confiscado en la entrada: agujetas, monedas, celulares, cadenas, llaves, cinturones, mochilas, bolígrafos... En fin, pa’dentro sólo con sus ropas, zapatos flojos y un grueso thriller.

Sigue un paso obligado: el servicio médico para constatar la condición física del remitido. El profesional de bata blanca pide los generales y se limita a tres preguntas: ¿Sufre de alguna enfermedad? ¿Alergias? ¿Cuánto tomó? Ningún acercamiento físico, ni siquiera una mirada indiferente. Los hombres para un lado, las mujeres para el otro.

El intenso frío del amanecer provoca que las decenas de cautivos en los dormitorios peguen sus rodillas al pecho, acurrucándose. Por ahí, mire, hay una colchoneta libre en el suelo, acomódese, suelta con cierta ironía el custodio. El espacio para dormir no da confianza en términos de higiene y decide buscar otro. Encuentra mejor opción estancias adelante.

Observa que las celdas están diseñadas para albergar a cuatro personas –dos planchas de cemento, una arriba y otra abajo, a cada lado–, pero para ampliar el aforo se colocan colchonetas en el piso. Cuenta entre 15 y 20 parroquianos en varias de las celdas y otros tantos tirados a lo largo del pasillo.

Un agrio olor surge de los sanitarios, el cual se extiende hasta la última estancia y penetra las fosas nasales. Se acurruca sentado, evita que su cabeza toque el colchón, no vaya a ser que haya piojos. Dormita un poco hasta que un grito lo saca del letargo.

Todos al patio. Estancia por estancia, varios custodios –a los que algunos llaman cuervos por sus ropas negras– sacan hasta al último de los parroquianos. El sol aún no calienta, casi las ocho de la mañana, y los rostros evidencian la huella de la batalla nocturna: cabellos revueltos, ojos rojos, transpiración con particular tufo a crudo, manos en los bolsillos, figura encorvada y andar parsimonioso.

Plática aleccionadora

Siguiente parada al salón de usos múltiples para una plática con personal de Alcohólicos Anónimos, algunos no pueden con el cansancio y dormitan. Cuando un guardia los descubre, pega un grito que los hace reaccionar de un brinco. “Nadie puede dormir –dice un cuervo–, es por su bien, no queremos que se ahoguen con su vómito”. ¡Qué mala leche!, responde algún borrachín.

Después, todos al comedor, a desayunar. Sirven salchichas a la mexicana. Gracias al sabio consejo de un camarada con experiencia previa, opta por no probar bocado. No querrás ir al baño, le habría advertido su amigo. No se equivocaba, la fetidez acumulada en ese lugar es insoportable.

Otra vez todos al patio, hay relajo y escandalera. Se vuelve amigo de uno que otro cabulilla que a la larga le hará más sencillo soportar las horas de retención. Historias similares: “Era sábado y me puse necio, quise manejar, mi señora me decía que no, pero yo terco. Me atoraron en Reforma. Pagué amparo y después me hice bien güey, pero los polis cayeron ayer a mi casa, que era requerido por el juez, traté de esconderme, pero mi esposa me echó de cabeza, méndiga”.

Los cuervos interrumpen. Al salón de usos múltiples, vocifera uno. El bohemio rehúsa dar un paso, pretende leer. Es forzoso, al salón. En la pantalla análoga y con dvd pirata les imponen una película con gran mensaje, dice la trabajadora social. Se trata de No se admiten devoluciones, de Eugenio Derbez. ¡Horror! Toma su novela, la hojea, logra avanzar varias páginas, pero el alto volumen del televisor lo distrae.

Uno de sus cómplices se le acerca y le susurra: Hay una biblioteca al fondo. Raudo, se levanta, atraviesa el patio, traspasa una puerta blanca y entra a un lugar sombrío, frío y con un hedor a humedad. En los estantes revistas de moda y espectáculos, libros sobre anatomía, astronomía y de superación personal, algunas novelas y poemarios de Benedetti. Los pocos que ahí se congregan en una mesa redonda, hojean TV Notas.

La sesión de lectura es interrumpida por dos enviadas de la clínica Condesa, que atiende infecciones de transmisión sexual. Hablan del riesgo de tener sexo entre hombres y la importancia de usar condón. El tema causa nervio en el auditorio. Ríe al ver los rostros de sus compañeros cuando una de las jóvenes dice que es común que muchos heterosexuales tengan relaciones sexuales con su mismo género. Se les vuelve a convocar al patio y hay un suspiro de alivio.

Llega la hora de la comida, hay bisteces. Prefiere ir a un rincón del patio, está dispuesto a no probar bocado. Salvo uno, sus nuevos amigos se suman al ayuno. Terminados los alimentos, cada quien está obligado a lavar sus trastos. Ni en mi casa. Mi vieja estaría orgullosa, suelta una voz anónima que provoca carcajadas. Otro alega que el chef no tiene buen sazón.

Entre chistes y películas pasa lento el tiempo. Por fin llega la noche. La cena y después la última actividad del día, ahora es en el comedor. El postre, bromea el chistoso del grupo. Una mujer de edad avanzada, con rosario en una mano y crucifijo en la otra, entra al lugar. Habla de religión, de las ventajas de creer en el Santísimo y de lo pecaminoso que es tomar en exceso, defender el matrimonio entre homosexuales, abortar y creer en la ciencia.

Derechos civiles, restringidos

El bohemio repela: ¿Y el Estado laico? La señora no lo pela. Su curiosidad lo hace aguantar, pero estalla ante una provocación de la ponente: Quisiera preguntarles, ¿quién de estos científicos soberbios ha sido capaz de crear lo que Dios? ¿Quién de ellos ha inventado el oxígeno que respiramos? Eso fue obra de nuestro Señor.

No puede más, se levanta dispuesto a salir. Un custodio lo intercepta. “¿Pa’ dónde mi rey?” Ya es demasiado, contesta. “No, pos las actividades son ajuerzas, es castigo”. Argumenta en favor del Estado laico y de lo incongruente que es una charla de religión en una institución gubernamental. “Ni modo, mano, así es la cosa, si quieres levanta una queja. Órale, pa’dentro”. Un encuentro físico que desde el principio sabe perdido lo obliga a regresar.

Concluida la plática viene el pase de lista. Las ocho de la noche, momento de pernoctar. Se congregan en el patio. “Los que están por alcoholímetro se forman del lado izquierdo, los que vienen por otra razón (tomar en la calle, peleas, orinar en vía pública, revendedores, exhibicionistas, quienes le hacen al chemo y otras faltas administrativas) al derecho”. Los más de 150 recluidos se organizan. Hay sobrecupo en las celdas, algunos de plano comparten colchoneta, otros se acomodan en el piso. En teoría el área para hombres es para 72 personas.

A lo largo del día escucha una y otra vez la misma frase en distintas voces: Me cae que saliendo de aquí, carnal, me voy a poner una buena peda... Dormita pero una tertulia lo despierta. Sale al pasillo y observa a unos 10 hombres. Uno gobierna la escena, es operador de autobús. Sin empacho, el chofer de 23 años narra sus hazañas de Casanova. Tiene dos esposas, con una tres hijos y con otra dos, les cumple, dice, pero aún vive con su madre. Sus dos amores se han hecho cómplices para evitar que el joven encuentre una nueva mujer. Se ponen de acuerdo para vigilarlo en la ruta, en los paraderos o le caen de sorpresa a su camión. “Soy coqueto y las morras lo siguen a uno. Es que en el micro hay varo carnal”.

Pasada la medianoche una voz convoca al bohemio: “¿Fulano de tal? Pa’fuera, ya cumplió”. Se despide de sus camaradas. Se acomoda las gafas, alborota su pelambre y camina hasta la puerta pensando: ¡Para la otra pido taxi! Al salir le cae el veinte y al fin lo ve: ha sido uno más de los miles de borrachines que caen en El Torito.