¿Casarse o pensar?
penas estudiada en sus múltiples aspectos, la sexualidad humana sigue reducida a la automática multiplicación de la especie, más que a la oportunidad de goce para ambos géneros, no por diferentes, menos afligidos, a partir de una conciencia erótica represivamente desarrollada.
La proximidad cotidiana con la violencia y la inseguridad, no con la aceptación reflexiva de nuestra condición de mortales, fomentada y divulgada por un sistema que no sólo impide el desarrollo de la sociedad sino que busca su parálisis socioemocional mediante amedrentamientos diversos; la evidencia de instituciones civiles y religiosas, cuyo poder es comparable a su incongruencia e ineficacia con lo que proclaman, y la crisis de la familia nuclear, práctica cavernaria que se opone a los afanes seudolibertarios de la posmodernidad, obligan a revisar –y cambiar– paradigmas, matrices disciplinarias o nociones básicas subyacentes detrás de valores establecidos, pero probadamente rebasados.
Dice el diccionario, siempre a la zaga de la realidad y de la lengua, que moralizar es reformar las malas costumbres enseñando las buenas
. El problema es que las consideradas como buenas costumbres no han sido dejadas atrás a causa de la maldad, sino por su inconsistencia y abierta contradicción con la naturaleza humana. Un deber ser obsesionado en inhibir al ser y sus inclinaciones naturales, como amenaza a los dogmas y poderes establecidos.
Si algunos dioses, no por desconocidos menos severos e insensibles, en determinado momento supuestamente decretaron que esa naturaleza humana tiene que reproducirse y ser fiel a una pareja exclusiva y excluyente hasta que la muerte los separe
y otros cuentecitos parecidos, sin importar el desconocimiento de sí mismo y del otro, ello es problema de esos decretadores y de sus intérpretes, no de un compromiso responsable y honesto con el crecimiento personal, que exige deslindar responsabilidades entre lo decretado y lo libremente asumido en favor del derecho y deber de cada persona a su evolución biológica, sicológica, espiritual y social.
El debilitamiento de la institución matrimonial no sólo se refleja en el índice sin precedente de divorcios a partir de la escasa –o creciente– conciencia de los contrayentes con respecto de sí mismos y de la pareja, sino con relación a las responsabilidades de ésta con la eventual prole, inevitables futuros rehenes de esa ignorancia bendecida.