a primavera árabe devino el invierno del autoritarismo, la barbarie y los estados fallidos.
Como tantos más, me emocioné con las perspectivas que se abrían en el mundo árabe con las movilizaciones en Túnez y Egipto en 2011, pero también en Jordania, Siria y Yemen.
Más todavía cuando ocurrían en el contexto de movilizaciones de jóvenes en varias regiones del mundo, tal y como había ocurrido en 1968. Tres eran los factores claves. El maltrato a los jóvenes sujetos a las más altas tasas de desempleo, a la violencia y a una expectativa sumamente pesimista de progreso y movilidad social. Una insultante desigualdad entre un puñado de muy ricos y amplias masas en condiciones graves de pobreza. La revolución de las telecomunicaciones que ha generado varias rupturas en términos de distancias geográficas, de tiempo real y de acceso a la información.
Había además en el caso de varios países árabes una gran cantidad de pequeñas movimientos, actos de protesta, represiones y muchas formas de agravio a los ciudadanos, particularmente los jóvenes. Ése es el mapa oculto que traza la ruta de los agravios y destacadamente del aprendizaje social de los pueblos.
Pero el dilema central para los movimientos era: ¿cómo avanzar en la negociación sin reducir la presión social hasta llegar a un punto de inflexión en términos de desmantelamiento del autoritarismo? ¿Cómo construir desde la movilización social las instituciones, es decir, las reglas del juego que garanticen el tránsito democrático?
Todo podía terminar en un proceso de transición democrático o podía restablecerse a sangre y fuego el faraonismo mubarakiano y sus variantes en otras partes de la región.
Sabemos los resultados. La ausencia de una oposición progresista unificada llevó primero a una variante de fundamentalismo islámico y luego a la restauración autoritaria de los militares en Egipto. En Yemen y sobre todo en Siria todo terminó en un baño de sangre. Solo en Túnez ocurrió una transición democrática precaria pero importante.
Durante este periodo ocurren las intervenciones en Iraq y Libia. Una intervención basada en engaños, como la supuesta presencia de armas de destrucción masiva por el régimen de Hussein terminó atizando la casi permanente guerra civil entre chiítas y sunitas, y kurdos.
Pero la destrucción del Estado iraquí corrió por cuenta de los estadunidenses que intentaron regresar al modelo utilizado después de la Segunda Guerra Mundial en varias partes de Europa y Asia. En este caso nombraron a un interventor con poderes mayores que cualquier dictador en la región, Paul Bremer, quien entre otras cosas desmanteló el ejercito iraquí y desarticuló lo que quedaba de la administración civil en ese país. Consecuencia directa de ello es que muchos generales y miembros del partido baasista en el poder con Hussein, nutren ahora las instancias dirigentes del Estado Islámico.
En Siria, frente a la casi indiferencia de los poderes mundiales, Assad terminó asesinando a una parte de su población y con ello él mismo acabó por desmantelar un Estado dictatorial bastante estable de la región.
En cambio, en Libia –donde no estaban presentes los tres factores geopolíticos que están en Siria, es decir, Rusia, Irán e Israel–; la coalición occidental intervino para evitar lo que seguramente habría sido una masacre en Benghazi pero con ello socavó definitivamente el endeble poder estatal que existía en las manos del dictador Kaddafi.
Estados fallidos, dictaduras sangrientas y crisis masiva de refugiados. Con un dilema convertido en pieza central de la campaña presidencial en Estados Unidos: es preferible dictadores con regímenes estables o intentos de cambio de régimen impulsados desde fuera? Éste es desde luego un dilema para un país imperial y para una clase política que sigue pensando con los lentes de la Guerra Fría.
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