e disponía a bajar a desayunar cuando Pánfila me detuvo en la escalera. ¿Podemos hablar de mujer a mujer?, me preguntó, envuelta en un largo enredo de manta, a rayas azul marinas y grises, y un huipil corto bordado en tonos rojos y azules, oscuros también; Pánfila y su pelo largo, negro, lacio, suelto contra la espalda; bajita, Pánfila, delgada, morena, animada, de mirada inquieta. ¿A poco estás enamorada?, bromeé, segura de que tomaría con buen humor mi sutilísimo sarcasmo. Me sorprendió al contestarme sonriente que sí. Contuve la risa a tiempo; ella, con un gesto que entendí de rubor, que expresó al cubrirse con la palma de la mano la mitad de la boca y el ojo de ese lado de la cara. ¡Ay! Pánfila, comenté. ¿Quién es tu enamorado? Es el que lava los coches; tiene el pelo blanco y rizado; va de camisa limpia y planchada, me contó. ¡Ah! ¿y cómo se llama? ¡Quién sabe!, exclamó y agitó la mano como si espantara una mosca; yo no sé. Desde hace años ha trabajado por aquí, desde que yo llegué. Siempre lo he visto, pero no lo conozco; no hemos hablado. No me ha invitado a tomar un café. Sólo me dice que nos casemos, que me vaya con él a su casa. ¿Y dónde vive?, pregunté medio alarmada. ¡Quién sabe! Bien lejos, me contestó Pánfila. Has de estar muy enamorada para irte con él sin saber cómo se llama ni en dónde vive, ¡Ay! Pánfila. Sí; es que siento igual que cuando de joven me enamoré, me confió, y se llevó el puño al corazón, como si lo estrujara. Pasé frente a él y me dijo, Vente conmigo; dejas de trabajar; nos cuidamos; nos enterramos, redondeó Pánfila esta realista declaración que le hizo el lavacoches y que oí bien, nos cuidamos, nos enterramos.
Para la segunda vez que hablamos de mujer a mujer, Pánfila ya tenía más información de su enamorado. Acababa de enviudar hacía unos meses, dato que Pánfila aprovechó para ganar tiempo antes de aceptar el ofrecimiento de matrimonio que le hacía el viudo. ¿Cómo me voy a casar con él, reflexionó, si no sé si es cristiano ni qué religión tiene? Yo soy cristiana, me recordó. Yo tengo que saber si él me va a acompañar al templo y oír conmigo la palabra de Dios. Además, añadió, ¿cómo le voy a pagar a Dios así, cuando Él me volvió a dar la vida. Dios ya me salvó una vez, cuando me fui con mi esposo que me salió borracho y que me golpeaba. Cásate, me dio permiso mi patrona; pero cuando regresé sola, aquí, a esta misma casa, ella volvió a aceptarme, fue cuando mis patrones me inscribieron en la primaria y aprendí bien el español y a leer y escribir. ¿Cómo me voy a arriesgar otra vez? Yo valgo mucho. Tal vez no ante el lavador de coches, pero sí ante Dios. Tengo mi casa; ¿para qué quiero otra? Preocupada, fijó la mirada en mí y quiso cerciorarse de que yo todavía no le hubiera contado nada a su patrón, porque a ella le daría mucha vergüenza que él se enterara. Le mentí; le aseguré que no le había contado nada a él, pero aproveché para a mi vez preguntarle si ella ya les había dado a su hija y sus nietas la buena nueva. El súbito enamoramiento de Pánfila a nosotros nos parecía más una señal de demencia senil que de excentricidad por parte de Pánfila. ¿Pero tal vez su hija y sus nietas tenían otra impresión? Ya les conté. Laura me dijo, Cásate si quieres, mami. ¿Y las niñas qué te sugirieron, Pánfila? ¡No, a ellas no les he contado nada! ¡Están muy chiquitas, no entienden!
Tampoco nosotros entendíamos, pero ya no estamos chiquitos y más bien nos hemos alarmado. En parte por supuesto debido a que Pánfila es la estructura práctica de nuestra casa, por más que a su pintoresca y arbitraria manera; pero en parte sobre todo porque la casa, si no nosotros, es la estructura existencial de Pánfila. Precisaría, lo es la casa, lo somos nosotros, nuestros amigos, los mensajeros y trabajadores que como tales frecuentan nuestra casa y, de hecho, el barrio entero en el que vivimos y para el que Pánfila forma parte igualmente imprescindible. Todos la conocen; a todos les transmite no sólo la palabra de Dios sino que les vende el mejor queso de Oaxaca, que ella va a buscar hasta La Merced una vez a la semana. Todos alrededor son clientes de Pánfila, que de segundo empleo es vendedora de productos Avon.
Ayer hablamos del tema. Ya no te preocupes, ya no hay nada; me comunicó Pánfila. Yo ya viví. Así que con el brazo suelto hacia abajo, con la mano le dije, Adiós.