Opinión
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Mar de Historias

En el jardín

L

eí en una revista que todas las personas soñamos, pero sólo algunas pueden recordar lo que ven o lo que viven durante las horas que pasan dormidas. Virginia es una de ellas, y además le gusta contarme sus visiones. Lo hace con precisión, como si estuviera leyéndolo en un libro. A veces termina sus relatos angustiada porque imagina que sus fantasías pueden ser premonitorias.

He luchado por combatir esa idea. Creí que había podido desterrarla hasta que Virginia envió a mi computadora un mensaje: Tuve un sueño muy raro. Me asustó. El jueves quise contártelo pero no pude. Mañana tal vez no tengamos tiempo de hablar, así que lo escribí para que no se me olvide. Léelo por favor. Dime qué piensas, qué significa.

El correo de Virginia me llenó de curiosidad, pero tuve que postergar su lectura hasta después de las once de la noche, cuando terminé de corregir los trabajos de mis alumnos.

II

“Era domingo pero en el edificio no se oían voces ni las risas de los niños. Estaba cambiando las cortinas cuando vi caer una cuerda en mi terraza. Pensé que sería de la conserje o de alguna vecina y esperé a que fueran a buscarla. En efecto, a los pocos minutos escuché el timbre. Al abrir la puerta vi a un hombre ya mayor, algo corpulento, vestido con traje negro, camisa blanca y un pañuelo en el bolsillo del saco. Le pregunté qué se le ofrecía. Él respondió: –Nada más el lazo que se me cayó: lo necesito para ahorcarme.

“No pensé que se tratara de un bromista o un loco; le creí porque miré sus ojos brillantes, sombreados por cejas muy espesas. No le hice más preguntas, esperé a que él dijera lo que tenía que decirme: –Señora: no elegí el lugar ni la fecha de mi nacimiento, ni mi nombre; menos aun las cosas que me han sucedido. Otros decidieron por mí. ¡Basta! A mis 75 años, por primera y única vez, voy a hacer mi voluntad: quitarme la vida, y para eso necesito mi lazo.

“Nunca antes había visto al individuo y, sin embargo, lo sentí tan familiar que le hablé sin rodeos: –¿Y para eso se vistió usted tan elegante, señor? Cuando lo vi pensé que iba a una ceremonia, una boda–. El hombre se impacientó: –Boda, ¿de quién? A ver, ¡dígamelo!”

“Su reacción me tomó por sorpresa y tardé unos segundos en contestarle: –No sé: de un hijo, un nieto tal vez–. Mi interlocutor desvió la mirada: –Las personas se casan en domingo; pero no estoy invitado a ninguna boda. ¡Mejor! Este es mi día. ¿Sabe? Cuando uno toma la iniciativa todo se facilita. Simplemente entré en este edificio, subí cinco tramos de escalera sin jadear y llegué a la azotea con facilidad. De no ser por esta maldita artritis no se me habría caído el lazo y a estas horas...

“Imaginé el cuerpo del hombre colgado en una de las jaulas para tender ropa y sentí lástima: –Ya estuvo en la azotea. Está llena de tanques viejos, colchones, triciclos enmohecidos, tambores... No es la mejor vista, sobre todo cuando será la última. ¿Por qué no hacerlo en un parque? Cerca hay uno. Si quiere lo llevo, aunque no sé si habrá un árbol lo suficientemente alto para usted. Si no es indiscreción, ¿cuánto mide?– El hombre lo pensó antes de responderme: –En mi último pasaporte dice l.89, pero de entonces a la fecha me he encogido. Vea: los pantalones me arrastran un poco.

“Esa frase y el olor a viejo que se desprendía de sus ropas me llevaron a imaginar una vida austera y las dificultades que mi visitante habría tenido para mantener limpia la casa, cocinar, ir de compras. Sin pensarlo, pregunté: –¿Usted sabe distinguir entre el cilantro y el perejil? Yo tengo que tallar una hoja y olerla para no equivocarme. Ese truco me lo enseñó Delfina. Siempre le compro a ella la verdura.

“El hombre consultó su reloj. No supe cuánto tiempo había transcurrido desde que empezamos la conversación, pero me sentí obligada a ser amable: –Tal vez antes de irse quiera tomar algo: café, agua.– El visitante negó con la cabeza y extendió su mano derecha: –¿Le molestaría devolverme mi lazo?

“Murmuré una disculpa, fui de prisa al balcón y volví con la cuerda. En cuanto se la entregué, el hombre se alejó por el pasillo, pero no hacia las escaleras que conducen a la azotea, sino rumbo al zaguán. Pensé que había desistido del suicidio. Eso me alegró. Tuve ánimos para arreglarme y caminar hasta el parque. Recorrí los andadores por el gusto de confundirme con las familias, los niños, las parejas que se tomaban selfies, pero sobre todo para mirar los árboles. Sus ramas ya han empezado a deshojarse y aun así me parecieron más frondosos que nunca, dignos de embellecer la última visión de alguien dispuesto a quitarse la vida. Dije eso en voz alta y lamenté no haberle pedido su nombre a mi raro visitante.

Seguí caminando por mucho tiempo, hasta el amanecer. Tuve miedo de las calles desiertas, las sombras y la lluvia. Corrí hasta un quicio. Allí encontré un periódico. Iba a tomarlo para cubrirme la cabeza pero una ráfaga de viento me lo arrebató. Entonces desperté.

III

Allí terminaba el relato de Virginia. Pensé en llamarle para decirle que lo había leído, pero ya era muy tarde y preferí esperar hasta el día siguiente. Dormí a ratos. Pasé las horas pensando en la forma de sugerirle a mi amiga que hablara con un médico acerca del efecto que tienen sobre ella sus sueños. Él le daría una explicación y medicamentos.

Me levanté cansada y tarde. No tuve tiempo para desayunar. Camino al paradero del autobús sentí necesidad de algo dulce. Me detuve en el puesto de periódicos donde venden agua y jugos. Pedí uno. Mientras la empleada me lo daba miré los diarios. En el tabloide de nota roja vi la fotografía de un hombre vestido de traje negro colgado de un árbol. El jardinero que reportó el hallazgo entregó a las autoridades la nota en que el suicida dejaba su nombre, su edad y el motivo de su trágica decisión: En toda mi vida sólo pude elegir la hora de mi muerte. ¡Aleluya! Confié en que Virginia no leyera la noticia. De hacerlo, nadie podrá desterrar sus temores.