Opinión
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La violencia y el califato vacío
L

a correspondencia entre Hannah Arendt y Karl Jaspers abarca un periodo tumultuoso en la historia. Arranca en 1926, cuando está a punto de iniciarse la destrucción del orden establecido al finalizar la primera guerra mundial. Concluye en 1969, después de que ambos pensadores han sido testigos de uno de los más turbulentos, y violentos, periodos de la historia.

En una de sus cartas a su maestro y amigo Arendt señala que por sentirse llena de gratitud está dispuesta a intitular su libro sobre teorías políticas Amor Mundi (al final Arendt prefirió La condición humana). Esto sorprende porque la autora había vivido procesos hiperviolentos a lo largo de su vida: totalitarismos sangrientos, racismo, genocidios, los primeros dos bombardeos atómicos y, lo que más le llamó la atención al final de sus días, el desarrollo vertiginoso de nuevos y más poderosos instrumentos de destrucción.

Una parte de la reflexión de Hannah Arendt sobre la violencia es pertinente hoy, a unos días de los terribles ataques en París. Digo una parte porque otro segmento de su obra me parece descontextualizado (sus referencias a Frantz Fanon) o superficial (en relación con la obra de Marx). Dejamos estas dos aclaraciones de lado en lo que sigue.

En esta obra, Sobre la violencia, Arendt analiza la relación entre la violencia y el poder. Su análisis sirve para examinar la contraposición entre la violencia ciega (y el terror) y el poder político.

La violencia siempre necesita de instrumentos para desplegarse. Esa es su diferencia esencial con el poder. La relación fundamental en el mundo de la violencia es aquella que existe entre medios y fines. Y, señala Arendt, la principal característica de esa relación cuando se aplica a los acontecimientos humanos siempre ha sido que los fines corren el peligro de ser abrumados por los instrumentos. O, para decirlo en otras palabras, en la historia de los sucesos humanos los fines siempre están en una situación de fragilidad frente a los instrumentos.

La violencia está vacía y en eso radica su cercanía con el terror. La violencia no tiene medida y sólo se impregna de algo que parece racionalidad a través de los instrumentos con los que se rodea, pero esa es una racionalidad instrumental que no dice nada sobre la justicia, la libertad o la necesidad de acceder a un cambio en la situación de los oprimidos.

En eso radica la complejidad del análisis de la violencia. O, como dice Arendt en un pasaje muy aristotélico, el problema de los que cínicamente promueven la violencia no es que sean fríos y que sean capaces de pensar lo impensable, sino que no piensan. Es decir, no pueden articular un análisis alrededor de categorías que van más allá de una razón tecnológica: la violencia es un espacio vacío.

La violencia no tiene un fin y no tiene medida. La barbarie de los episodios sangrientos en los que los personeros del califato islámico han asesinado y torturado en un exhibicionismo obsceno es un evento delirante que va más allá de cualquier racionalidad, incluso instrumental. A diferencia del poder, la violencia no tiene sentido y por eso está impregnada de terror. La violencia no habla el lenguaje del poder. Por eso el califato del Estado Islámico está mudo.

La violencia es en ese sentido equiparable a la riqueza monetaria y al delirio de perseguir siempre un incremento en la masa de dinero-riqueza que una persona puede tener a su disposición. No tiene fin en un doble sentido. Carece de finalidad intrínseca y tampoco tiene fin cuantitativo, pues para el delirio de la riqueza siempre más (dinero) será mejor.

Los actos de violencia del califato del Estado Islámico no tienen nada que ver con el poder político. Serán en muchos sentidos completamente irrelevantes en el curso de los acontecimientos humanos: no podrán alterar en nada los procesos que ya están en marcha y que no son, por supuesto, ni agradables, ni generosos con los oprimidos. No podrán cambiar el rumbo de evoluciones que se iniciaron hace más de cien años y cuyo contexto debe ser analizado para poder interpretar los acontecimientos de París.

A través de la historia hemos llegado a confundir algo crucial: la esencia del poder no es la violencia. El poder no sale del cañón de un fusil porque la substancia del poder no se comprende a través de las categorías de obediencia y sumisión. La violencia descansa en los instrumentos para hacer daño y romper o torturar. El poder descansa en el espacio de consenso y justicia de mujeres y hombres reunidos en una república democrática.

Los ataques en París son un triste recordatorio sobre la necesidad de reorientar el rumbo y recomponer el espacio de la política sin subordinarlo a los dictados de la violencia. La tarea será dura porque hay algo que se pierde de vista con frecuencia: la democracia está herida en todo el mundo. La lastiman no sólo la violencia ciega del fanatismo; también lo hacen la violencia del dinero y las relaciones comerciales que todo someten a su lógica mercantil.

Quizás hay que amar al mundo tal y como es, como pensaba Arendt.

Twitter: @anadaloficial