odos los adjetivos imaginables han sido aplicados ya a la barbarie indecible que se produjo en París el pasado viernes 13 de noviembre. Sí, también es una cuestión de adjetivos, porque éstos tienen la magia de expresar el dolor del alma y de descargarla de sus más pesados fardos y torturas. Y es así desde luego en mi caso porque he tenido la inmensa fortuna de vivir en esa ciudad esplendorosa durante siete años, tres como estudiante y cuatro como representante de México ante la Unesco, además de una variedad de viajes del más diverso tipo: intelectuales, académicos o simplemente vinculados de algún modo a la cultura, teniendo de esa ciudad muchos de los mejores recuerdos de mi vida, es decir, aquellos que verdaderamente te constituyen.
Noche de terror en la ciudad amada, que no obstante los esfuerzos que puedan llevarse a cabo no hay manera de aceptar o de comprender siquiera remotamente los actos de barbarie de esa magnitud que ahí tuvieron lugar. Me acerco más, entre tantas frases pronunciadas y plenamente justificadas, a las que pronunció el papa Francisco, cuando sostuvo que estos actos no tenían justificación alguna ni desde el punto de vista humano o religioso, y que ya eran repudiados enérgicamente desde todos esos ángulos y desde muchos otros que pudieran invocarse. Y también cuando ha dicho que vivimos ya en una tercera guerra mundial fragmentada.
Por supuesto, no es difícil entender que estos hechos, como muchos otros del terrorismo extremo, sean al final de cuentas colofones o precipitados de su matriz original que reside en los conflictos, sobre todo en la zona del Oriente Medio, en que están involucrados muchos hombres y mujeres que profesan el islamismo. ¡Pero no, de ninguna manera estoy diciendo que esa inmensa religión y cultura que es el islamismo conduzca al terrorismo, pero tal vez debamos aceptar que una parte ínfima de esos creyentes, por caminos muy dudosos y repudiados por la inmensa mayoría de su propia religión, han llegado a sostener que el terrorismo es parte constitutiva de su creencias religiosas!
Naturalmente, probablemente con razón, una variedad de analistas especializados en los conflictos de la región llegan ya a la conclusión de lo que parece obvio: que los grandes poderes de este mundo debieran aliarse cuanto antes, y no enfrentarse, para encontrar una solución definitiva (o casi) a la gravísima cuestión del terrorismo. No podemos olvidar, sin embargo, que cuando George W. Bush decidió la invasión a Irak, diciéndonos que sería el principio de la democracia en los países de Oriente Medio, muchos repusimos que sería exactamente lo contrario: el principio de una desestabilización política cuyos límites resultaba imposible predecir. Creo que la historia posterior ha demostrado rotundamente que teníamos la razón.
Pero, ¿es posible pensar en una coincidencia fundamental de las grandes potencias, en tales universos en que prevalecen desde hace tanto tiempo intereses materiales descomunales, por ejemplo el petróleo, las enormes redes de vías comerciales o los intereses geopolíticos o militares de carácter estratégico? Debemos insistir en la afirmativa, porque es la única vía en que el hombre puede mostrar sus virtudes y calidades; en cambio otros caminos nos llevan, como ya nos han llevado, a desastres espectaculares e inhumanos, como esta larga noche que ahora se ha extendido sobre París. La negociación, el diálogo, las virtudes propiamente humanas de la política, que es posible sacar adelante y hacer viable, además como único camino de impedir las masacres y los asesinatos en masa, que son algunas de las notas definitorias que todavía nos caracterizan y que llenan de sangre y oscuridad nuestro breve paso por la tierra.
Lo ocurrido en París obligaría a todos los pueblos a exigir a sus gobernantes que den el primer paso hacia un mundo y una sociedad en verdad civilizadas, que dejen atrás definitivamente la barbarie que nos ha definido tantas veces. Sí, es una cuestión de política, pero precisamente de la política concebida de la más alta manera, como vehículo de salvación y como forma de plena realización humana. ¿Será aún posible? Pensamos que sí, esperemos que sí, porque mientras persistan actos como los de París hace unos cuantos días el hombre no parece tener salvación.
Sí, invertir todos los recursos humanos, materiales e intelectuales que poseemos en salvar al hombre mismo y a sus semejantes, próximos o más lejanos. Por supuesto que el esfuerzo final valdrá la pena, sobre todo si comparamos una situación pacificada del mundo con la violencia y sangre que ahora prevalece prácticamente en todos los rincones. La diferencia de vivir la vida puede ser abismal en cada esfera, pero sí puedo asegurar qué aspecto trascendental de existir en la tierra es vivir una vida pacífica y armónica, y no la negación de la vida a que conduce necesariamente la violencia.
Pero con la lucidez que debe tenerse desde el principio en el sentido de que el esfuerzo o los esfuerzos para alcanzar una vida pacificada y armoniosa son, en muchos sentidos, el resultado de una vida entera de grandes propósitos y disciplinas. En el fondo por eso me refiero yo a la presión de los pueblos y a la virtud de los mismos, porque tal ha de ser un triunfo de los pueblos, mucho más que de los gobiernos, que fácilmente sucumben ante las enormes tentaciones del oro, negro o de cualquier color.
No hace falta recordar aquí las trampas siniestras en que nos han hecho caer los amos del mundo en muchos aspectos, y los abusos y esclavitud que se han derivado de sus intereses, seguramente también estas reacciones debidas al castigo sufrido durante muchos años. En todo caso, existe hoy la posibilidad, con la más plena y necesaria voluntad política de todas las potencias, de superar las sombras y el sufrimiento multiplicado como el que ahora viva París. En todo caso, una y mil veces más nuestra solidaridad con los parisinos sufrientes y nuestro total repudio a la barbarie que golpeó sin misericordia a esos seres, a esas tierras.