l gobierno de Estados Unidos se ha negado a mirar de frente el problema de las adicciones, que está diezmando a toda una generación de estadunidenses. Sin embargo, en los últimos tiempos han aparecido señales de cambio. El sábado 31 de octubre The New York Times publicó un artículo, firmado por Katharine Q. Seelye, que describe el cambio gradual en Estados Unidos de actitudes de los blancos de clase media ante el consumo de drogas duras como la heroína. Hasta muy recientemente el enfoque punitivo dominaba las opiniones al respecto; sin embargo, en los últimos tiempos ha empezado a cobrar forma una tendencia que entiende ese problema en primer lugar como un asunto de salud pública. Este cambio acarrearía una profunda transformación de las políticas de combate a la drogadicción, que tendría repercusiones también muy significativas para México, donde muchos creemos que la descriminalización o la regulación del consumo de drogas ofrecen soluciones a los problemas asociados al narcotráfico hasta ahora irresolubles. Si el cambio de política se materializa y se consolida también nosotros podremos abandonar políticas que no han funcionado y que han tenido costos prohibitivos para la sociedad y para el gobierno.
Desde hace muchos años, innumerables seminarios, simposios, conferencias y debates sostenidos por especialistas y no especialistas latinoamericanos, como el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, han argumentado que el consumo de drogas es un azote cuya derrota requiere de un tratamiento médico antes que policial. Sin embargo, la propuesta cayó siempre en oídos sordos en Estados Unidos, incluso entre los expertos. Ahora es posible que escuchen con atención, porque el número de estadunidenses blancos de clase media muertos por sobredosis registró recientemente un aumento dramático y aterrador. El problema ha alcanzado dimensiones epidémicas: 8 mil 260 muertes causó la heroína en 2013, un número cuatro veces superior al que se registró en 2000.
Según Seelye, el consumo de heroína se ha incrementado en Estados Unidos en toda la población, pero entre los blancos el crecimiento ha sido meteórico: en los últimos 10 años 90 por ciento de quienes consumieron heroína por primera vez eran blancos. Esta evolución se ha visto acompañada de un cambio en la categoría socioeconómica de los afectados; a diferencia de los consumidores de crack, en su mayoría negros pobres, los nuevos heroinómanos pertenecen a familias que tienen los recursos culturales y políticos para protestar contra la política vigente y exigir a las autoridades y a sus representantes en el Congreso que modifiquen su perspectiva y su lenguaje. Demandan que las adicciones sean consideradas una enfermedad y que dejen de ser vistas como un crimen; buscan para sus seres queridos una mirada más compasiva que recriminatoria. Dos de los precandidatos del Partido Republicano, Jeb Bush y Carly Fiorina, han hablado de la dolorosa experiencia de ver a una hija o a un hijo luchar contra la drogadicción o, de plano, sucumbir a sus estragos. Hillary Clinton ha incorporado el tema del consumo de drogas a sus discursos de campaña, en respuesta a las inquietudes que han manifestado sus auditorios.
No cabe duda que habla mal de la sociedad estadunidense el hecho de que exija la revisión de la guerra contra las drogas hasta que el problema alcanza a un grupo social relativamente privilegiado. En cambio, cuando se desató la epidemia de crack entre los grupos más desfavorecidos, concentrados en las áreas deterioradas de las grandes ciudades, la respuesta fue tolerancia cero
y sentencias judiciales bien severas. No obstante, nada hay de nuevo en este fenómeno. En México, en los años 60 los jóvenes de clase media empezaron a fumar mariguana por influencia de los estudiantes en el campus en Berkeley, en la Universidad de Chicago, en Columbia o en Stanford, porque hasta entonces la mariguana era de consumo exclusivo del Ejército. Al menos eso nos decían. Es cierto que si al bajar de la Prepa 4 hacia avenida Revolución una pasaba por la COVE (Cooperativa Obrera de Vestido y Equipo), que entonces manejaba el Ejército, una creía que había que escapar de las caracolas de humo verde. A nadie se le ocurría imitar a la tropa.
Más allá de la responsabilidad de autoridades incompetentes o cómplices de los narcotraficantes, y de la proliferación de grupos criminales asociados a la expansión del mercado de drogas en Estados Unidos, México ha sido víctima de ese incremento. Entre nosotros también son los grupos de menores ingresos, que viven en malas condiciones, los que son más penalizados por el consumo o la posesión de drogas. Nuestros campos, nuestras ciudades, nuestros jóvenes, han sufrido directamente de lo que parece ser una demanda insaciable de estupefacientes en la sociedad estadunidense. No obstante, rara vez esa sociedad ha estado dispuesta a asumir la responsabilidad de los problemas que a nosotros nos causa la satisfacción de esa ansia. Hasta ahora nuestras quejas, nuestras protestas y propuestas a propósito de la ineficacia de las políticas del gobierno de Estados Unidos de combate contra las drogas han sido vistas básicamente con indiferencia, si no es que con fastidio. Estas actitudes también tendrán que cambiar.