l ceñirse el cielo con media verónica que echaba humo escapado de los franciscanos toritos corridos la tarde de ayer en la Plaza México semivacía, más llena del imaginario velocista de la Fórmula 1 que respiraba la ciudad. Corren los caballitos, corren los grandotes y los chiquitos…
Sombras grises otoñales se mecían a la luz del crepúsculo neblumo en la corrida que, a tono con el ambiente automotriz, consiguió hacerle la competencia a los ases mundiales del volante y la velocidad. ¡Venga, toreros! A correr y pelear quién ganó la carrera adornada de banderillas de papel picado en el día de los Santos Difuntos.
¿Y para qué tanta carrera? ¿Por qué tanta prisa por ver quién llega primero al infierno que decía Octavio Paz? ¿Habrá una superioridad en correr más que nadie? ¿Habrá una superioridad en torear eléctricamente a toritos de Lebrija semimuertos por El Conde, El Zapata, El Fandi y el rejoneador Horacio Casas?
El espíritu torero se transportaba a sudarios, sábanas blancas con pliegues inmóviles, calaveritas azucaradas, calabazas en tacha, panes de muerto. Muchedumbre de espectros iban y venían con expresión de cansancio agónico. Mientras, se desvestían los encajes ingrávidos, blancos lienzos, y se alojaban arrastrando cadenas que terminaban de asustar a los inocentes toritos. Corrida fantasmal contagiada del espectro de los motores Fórmula 1.
La plaza se estremecía bruscamente al largo clamor de los mugidos doloridos y terribles de los toritos, como una llorona en escoba por los aires. Una lívida claridad apareció en la noche y se iluminó de luz satánica que parecía de otro mundo
.
Más de lo mismo…