En la ofrenda
esde hace años, la presencia de mi madre sólo puede estar hecha de recuerdos. Los organizo, como si fueran fragmentos de un rompecabezas, hasta que logro construir su imagen y recuperar su mirada, su voz, su risa, su constante actividad para hacernos más habitable la casa. Nunca pensé que, al cabo de los años, verla pulir un tenedor, barrer la zotehuela o cocinar iban a convertirse en escenas memorables.
Cada una tiene un sonido especial, levanta briznas de polvo que flotan en haces de luz irrepetibles, desata los olores que salían de la cocina donde mi madre nos preparaba la comida. Muchas veces la encontré friendo, cortando, moliendo o probando en la palma ahuecada de su mano el punto de una salsa o de un caldillo.
Entonces tampoco imaginé que iba a llegar el momento en que me esforzaría para reproducir uno de aquellos sabores con el propósito de complacer a mi madre y hacerle más familiar y grato su regreso a la casa el Día de Muertos.
II
El tomillo y la mejorana eran las yerbas con que mi madre lograba dar un sabor especial a los guisos más simples hechos con puñitos de esto y de aquello, algo de carne, tomates, cebolla, un ajo, arroz, unas hojas de laurel y una pizca de orégano.
Con esos ingredientes y unas gotas de vinagre picante mi madre preparaba las albóndigas. El gusto de ese platillo es el que mejor me la recuerda y me la devuelve toda: desde sus ojos tristísimos y hermosos hasta el cordial deforme en la mano derecha. (¿O era en la izquierda? No lo sé y ya no importa.) Por el valor que tiene para mí ese guisado, me gustaría reproducirlo de acuerdo con una receta, lástima que mi madre nunca la haya escrito.
Supongo que se la heredó mi abuela y que alguna de mis tías la hizo repetirla hasta dejarla impresa en su memoria, en las palmas de sus manos que luego se fueron desgastando a causa del trabajo. Llegó el momento en que las líneas de la fortuna y los viajes empezaron a borrarse y sólo quedó la que le anunciaba larga vida.
Una gitana con la que tropezamos un día de otoño, en las inmediaciones del mercado al que íbamos, leyó en la mano de mi madre que viviría hasta los 79 años. Yo era niña; la cifra me pareció una eternidad y me alegré de pensar que mi mamá viviría para siempre luminosa, imaginativa, llena de historias.
En aquel tiempo, ni en sueños imaginé que iba a llegar el día en que la acompañara al cementerio como antes la había acompañado a la iglesia, la tienda, el dispensario, el Monte de Piedad, el oculista o a visitar –allí sí, contra mi voluntad y enfurecida– a una de sus muchas parientas lejanas que siempre me decían mentiras: ¡Te veo altísima!
III
En la Ofrenda de Muertos, como siempre, están los retratos de mis seres amados. En su memoria puse agua, sal, flores, incienso, veladoras, panes, calabaza, tamales, ocote, mezcal, café y tabaco. En el centro acomodé los objetos que pertenecieron a mi madre: sus lentes, el costurero, su misal con tapas de concha nácar, el fichú que ella misma tejió y los aretes de filigrana: los tesoros que logró acumular en sus 79 años de vida. (Las gitanas no mienten).
En el altar de este año hice una modificación: sustituí el plato de mole por uno de albóndigas. Las hice, en cierta forma, con los ojos cerrados, tratando de imaginar a mi madre revolviendo los ingredientes, preparando el caldillo y sumergiendo en él ramitas de tomillo y mejorana. Confío en que mi madre, en su breve visita a mi casa, apruebe mi platillo y entienda que lo hice de memoria, como la hago a ella.
IV
Mi madre no dejó diario, ni testamento ni constancia alguna de cómo fue su infancia. Me la contó a saltos, fragmentada: una vez me describió cómo habían sido sus días de escuela, otra las travesuras con su hermana Teresa o el paseo al campo del que volvieron con el cuerpo de su prima Socorro escurriendo agua y sin gota de vida.
Lamento que mi madre tampoco haya dejado escrito un recetario o por lo menos la fórmula de sus maravillosas albóndigas. No pensó –¿cómo iba hacerlo?– que con el tiempo yo trataría de recuperarla en el platillo que lleva carne molida, jitomate, cebolla, arroz, orégano, vinagre y un poco de tomillo y mejorana.
El aroma de esas hierbas aún impregna mis manos y flota sobre el altar dedicado a mis muertos.