¿Cómo se puede prevenir la profanación y extinción de esa herencia de la humanidad?
El mundo se indigna por la destrucción de Palmira en Siria, pero jamás se atreverá a emitir el más leve gruñido contra el arrasamiento deliberado de tumbas del profeta Mahoma y sus familiares
Sábado 31 de octubre de 2015, p. 7
Explosivos pulverizan sitios históricos en Medio Oriente, buldózeres derriban tumbas y capillas, fuertes históricos son derruidos y fachadas otomanas devastadas. Incluso, el hogar de la esposa favorita del hombre más venerado en toda una región es convertido en sanitarios públicos. ¿Cómo puede el mundo prevenir esta perversa profanación y extinción de una herencia que pertenece a toda la humanidad? Me refiero, desde luego, a esos iconoclastas decapitadores musulmanes wahabistas salafistas... ¡los sauditas!
Y el mundo no hará nada en absoluto. Chillará, se indignará y proferirá imprecaciones cuando los iconoclastas decapitadores musulmanes wahabistas salafistas del Isis vuelen en pedazos las ruinas romanas de Palmira, pero jamás se atreverá –y nunca ha soñado siquiera con ello– a emitir el más leve gruñido contra la destrucción deliberada que hace Arabia Saudita de antiguas tumbas, hogares, capillas y edificios del profeta Mahoma y sus parientes y compañeros más cercanos. Naturalmente, podríamos concluir que los restos romanos son más valiosos que las antigüedades del islam. Pero esa sería una reacción tan racista como sugerir que el imperio romano era más importante que el imperio islámico.
No, la verdadera razón de que hagamos caso omiso del vandalismo en tantos sitios musulmanes es que no podemos –no debemos– criticar a los sauditas, cuya grotesca riqueza nos silencia a tal extremo que el primer ministro británico ordena izar la bandera a media asta cuando su autocrático gobernante fallece. No debe hacerse la menor insinuación –ni siquiera con el murmullo más suave– que pueda conectar a nuestros amigos sauditas con el culto apocalíptico llamado Isis, el cual sigue con determinación absolutista la fe sunita wahabita adoptada hace 270 años por los antepasados de la actual monarquía saudita.
En días pasados hemos lamentado con razón la pulverización del magnífico Arco del Triunfo en Palmira, de mil 800 años de antigüedad –probablemente erigido para conmemorar la victoria del emperador Aurelio sobre la reina Zenobia, quien luego fue arrastrada, al estilo del Isis, por las calles de Roma–, y la pérdida de la entrada a la magnífica columnata romana, la cual, todos debemos temer, también habrá sido arrasada para cuando el ejército sirio, con su cobertura aérea rusa, recapture la ciudad.
La reducción de Palmira a escombros es un crimen de guerra, según la ONU. Pero cuando el país que tiene cientos, quizá miles de partidarios del Isis –y donantes– arrasa con la historia islámica de Arabia, incluyendo 90 por ciento de los sitios de un milenio de antigüedad de La Meca, prestamos tanta atención a ese vandalismo en masa como al daño de un vitral navideño en una iglesia del condado de Kerry, en Irlanda.
Echemos una ojeada a lo ocurrido en el reino de Arabia Saudita. Se ha construido una biblioteca sobre la casa en la que nació el profeta Mahoma en La Meca, el año 570 –y aun esa podría ser remplazada por rascacielos–, y la magnífica mezquita de Bilal, que data del mismo periodo, ha sido derruida con buldózeres. La primera esposa de Mahoma, Jadiya, vivía en una casa de La Meca que ha sido convertida en baños públicos. El hotel Hilton La Meca fue erigido sobre la casa de Abú Bakr, el suegro de Mahoma, su compañero más cercano y más tarde califa. Cientos de viejas casas otomanas han sido destruidas en el país y la arquitectura otomana alrededor de la Gran Mezquita está siendo derribada para proyectos de expansión
del peregrinaje. Cinco de las famosas Siete Mezquitas, construidas por la hija de Mahoma y cuatro compañeros, fueron demolidas hace 90 años. Y, luego de que el profesor libanés (cristiano) Kamal Salibi publicó un libro en 1985 en el que sugería que muchas aldeas sauditas tenían nombres bíblicos judíos, llegaron los buldózeres a arrasarlas.
Esta grotesca destrucción de la historia musulmana se vincula directamente con la purga del pasado que realiza el Isis por la fe wahabita, que los sauditas adoptaron a partir de las enseñanzas de Mohamed ibn Abdul Wahab, quien en el siglo XVIII predicó que el islam debería retornar a la pureza de sus principios. De esas ideas vino la noción de que casi cualquier monumento histórico representa una excusa para la idolatría, precepto adoptado con feroz entusiasmo por las tribus sauditas. Cuando Abdul Aziz ibn Saud se mudó a La Meca, en la década de 1920, una de sus primeras acciones fue destruir la tumba de Jadiya, junto con la de uno de los tíos del profeta. El mismo destino aguardaba a las tumbas de Fátima, la hija de Mahoma, y del nieto de éste, Hasán ibn Alí.
Así comenzó el vandalismo de monumentos mortuorios, capillas y edificios históricos en todo el suroeste de Asia: desde las capillas chiítas en Pakistán y los magníficos Budas de Bamiyán hasta las antiguas bibliotecas de Tombuctú; desde las antigüedades de La Meca hasta las iglesias de Mosul y las ruinas romanas de Palmira. Incluso hermosas mezquitas bosnias de cientos de años de antigüedad –primero dañadas por la guerra– han sido derribadas en favor de las monstruosidades de concreto financiadas por los sauditas que ahora aparecen en los Balcanes. Este desprecio por la historia es parte de la creencia retrógrada de los wahabitas de que el pasado tiene sólo presencia espiritual y que sus restos físicos son nada más que un recordatorio de imperfección.
No es que no se conozca la destrucción de su propia historia que hace Arabia Saudita. The Independent fue uno de los primeros periódicos de Occidente en hacerla pública en días anteriores al Isis. Tampoco, líbrennos los santos de tal locura y de los abogados del reino, debemos insinuar jamás que el régimen saudita apoya al Isis. Pero para entender lo que es el Isis –y lo que representa, y quiénes lo admiran– debemos estudiar con mucho mayor atención los estremecedores hábitos religiosos que conectan al Isis, el talibán y Al Qaeda con la gente de un país cuyo rey se hace llamar el guardián de los dos nobles santuarios
de La Meca y Medina.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya