asa rápido el tiempo. Aquella novedosa y sorprendente transformación continental que tenía como emblema la constelación de los rostros sonrientes de Lula, Chávez y Kirchner –a la que se unieron los de Evo y Correa, y en la que aparecieron después los relevos Cristina y Dilma– ha llegado a un punto crítico. El kirchnerismo recibió en las elecciones del pasado domingo un golpe demoledor y ahora lo que está en cuestión es si será conducido a un viraje hacia el centro por el oficialista Scioli o enterrado por el neoliberal Macri. El gobierno del PT en Brasil está a la defensiva, acosado por conjuras políticas y por condiciones económicas adversas, pero también por descontentos sociales inocultables y por la descomposición institucional. En Venezuela el gobierno chavista enfrenta el escenario electoral más peligroso de su historia el próximo 6 de diciembre, como lo ha reconocido el propio Nicolás Maduro, cuyo respaldo social se erosiona por el desabasto y la inflación y por los impactos en la economía de la caída de los precios petroleros. Evo Morales y Rafael Correa se mueven en panoramas nacionales más holgados, pero no exentos de amenazas.
Con las diferencias lógicas, todos los casos tienen tres denominadores comunes: el desgaste del poder –corrupción incluida–, el adverso panorama económico mundial y la activa hostilidad del norte hacia gobiernos que desvincularon a sus respectivos países de los dictados de los organismos financieros internacionales, emprendieron la recuperación de sus soberanías, imprimeron al manejo económico un sentido social y construyeron organismos regionales independientes de Washington, en la perspectiva de conformar un bloque económico regional y fortalecer la lógica multipolar en el planeta.
La intervención desestabilizadora de la superpotencia está documentada tanto en los discursos oficiales del poder estadunidense como en las acciones abiertamente hostiles y en las revelaciones sobre la intensa y permanente tarea de espionaje que la administración de Obama ha mantenido en contra de sus homólogos latinoamericanos: los que le son sumisos –como Peña Nieto y el ahora defenestrado y preso Pérez Molina–, aquellos con los que hay que guardar las formas –como Dilma– y los que han sido declarados enemigos
, como el régimen chavista. A lo anterior hay que sumar viejas tácticas de desestabilización como los sabotajes económicos de los que Washington echaba mano en contra del gobierno de Salvador Allende y que ahora ha vuelto a poner en práctica en Venezuela.
El accionar estadunidense está estrechamente articulado y coordinado con las oligarquías locales que se han visto perjudicadas por las políticas redistributivas de los gobiernos en cuestión. Una faceta particularmente virulenta de la resistencia oligárquica es su control de medios informativos, desde los cuales se han lanzado exitosas campañas de desinformación y adulteración de la realidad, particularmente en los casos argentino, venezolano y ecuatoriano.
No debe ignorarse que el PT brasileño, el chavismo y el kirchnerismo han extraviado, en lustros de ejercicio del poder, el pathos original que les permitió llegar al gobierno por la vía electoral y mantenerse en él con el refrendo de las urnas. Ha perdido filo su capacidad de comunicar a las sociedades su propio protagonismo histórico y de articular los enormes logros regionales y nacionales a una conciencia política a la vez ciudadana y de masas orientada a defenderlos, expandirlos y profundizarlos. Ha faltado, acaso, recuperar el sentido primigenio de la democracia –el poder del pueblo– y se ha claudicado ante la definición liberal y desadjetivada del término, que se reduce –a conveniencia de los ponentes– a alternancia entre partidos en el campo común de un consenso económico: el de Washington.
El tiempo pasa rápido y los gobiernos posneoliberales (por llamarles de alguna manera) surgidos en la década pasada experimentan su primera gran crisis. Sería un acto de simpleza suponer que lo que sigue es una recaída sin esperanzas en el neoliberalismo, y los tradicionales yugos políticos, financieros y tecnológicos.
Los gerentes con pretensiones de presidentes pensarán tal vez que estamos ante el inminente desplome del populismo. Desde su posición es natural que ignoren la diferencia entre formas particulares de hacer política y maneras de hacer historia. Los gobiernos posneoliberales de nuestro tiempo y nuestra región son lo segundo y, lógicamente, nada puede garantizar que no resulten barridos por los procesos históricos que han echado a andar. En todo caso, más profunda e irreversible es la crisis de las gestiones gubernamentales que siguen ancladas a la dependencia, la corrupción, la privatización y el saqueo.
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