e manera cada vez más insistente aparece el tema de la desigualdad en el centro del debate global. Diversos hechos lo señalan: se ha otorgado el Nobel de Economía a Angus Deaton por sus aportes al análisis de la pobreza y la desigualdad, lo que indica que el banco central sueco, que es el que decide a quién se otorga este premio, reconoce la relevancia actual de estos temas. La OCDE, usualmente ocupada en insistir en la necesidad de proseguir con las reformas orientadas al mercado, ha venido promoviendo reuniones para analizar las dificultades para medir adecuadamente la desigualdad que, como se sabe, en las encuestas ingreso-gasto frecuentemente subestima los ingresos de los más ricos y sobreestima los de los más pobres.
De estos análisis se han derivado propuestas importantes que pudieran producir resultados significativos. Uno de los Objetivos de Desarrollo Sustentable recientemente aprobados por la ONU plantea que se reduzca la desigualdad, estableciendo un indicador preciso para medir los avances: la evolución de los ingresos del 40 por ciento más pobre. La propuesta compromete a todos los gobiernos que firmaron estos Objetivos a que en los próximos 15 años en este grupo de hogares los ingresos corrientes crezcan por encima del promedio. Si esto se cumple se habrá reducido sensiblemente la desigualdad a nivel global. La propia OCDE organizó en Guadalajara la semana pasada un seminario en el que se abordó este asunto, donde Stigitz presentó una interesante propuesta.
Naturalmente esta creciente importancia del tema y, por ello mismo, de la discusión sobre las maneras para reducirla, han provocado que se planteen propuestas que señalan que la mejor manera de reducir la desigualdad y a la que nadie se opondría es impulsar el crecimiento económico. Un reciente artículo de Zia Qureshi, distribuido por Project Syndicate, repite señalamientos de los años sesenta del siglo pasado, retomados como verdad absoluta en los tiempos de predominio de la visión neoliberal. El planteo es que los países deben hacer las reformas necesarias para que se produzca un crecimiento vigoroso e incluyente que por su propia naturaleza reduciría la desigualdad.
En esta vieja-nueva propuesta se repite que hay que mejorar el acceso a los mercados, nivelar el campo de juego de empresarios grandes y pequeños, invertir en capital humano, promover la creación de empleo y, por supuesto, mejorar la disponibilidad y la calidad de la educación. Se trata de lo mismo que se ha planteado para impulsar las reformas orientadas al mercado. Reformas que han tenido como resultado global la concentración del ingreso y de la riqueza a los niveles que se vivieron en el siglo XIX. En México ésta es la propuesta de quienes conducen al país. Su planteo de mover a México es precisamente proseguir con las reformas neoliberales, con los pactos comerciales que –según ellos– nos colocarán en la antesala del desarrollo, lo que por supuesto no se ha cumplido.
Estos planteamientos han sido refutados en la literatura económica reciente, que ha demostrado que el funcionamiento de las economías capitalistas produce desigualdad y cuando se permite que las fuerzas del mercado operen sin ningún control estatal produce una desigualdad mayor. Las evidencias son absolutamente irrefutables. De modo que es necesario que el asunto de la pobreza y la desigualdad se aborde políticamente. Los gobiernos nacionales tienen que proponerle a sus respectivas instancias parlamentarias que se legisle para mejorar sostenidamente el ingreso real de los trabajadores de menores ingresos, en nuestro caso los que reciben hasta tres salarios mínimos. Ello no sólo es posible económicamente, sino necesario desde el punto de vista de la dinámica económica.
Probado este razonamiento, el tema queda en el ámbito de las decisiones políticas. Para que las mayorías parlamentarias legislen con sentido social tiene que producirse un movimiento amplio que desde las diferentes perspectivas se insista en que es indispensable mejorar inmediatamente el ingreso de los que menos tienen. Pretender mejorar el bienestar de las mayorías con presupuestos austeros y comprometiéndose a no modificar las estructuras tributarias es demagogia descarada.