ntre los estadunidenses crece cada vez más el pesimismo en torno a la posibilidad de acuerdos entre las principales fuerzas políticas de su país. En la prensa diaria, en la radio y en la televisión, los observadores políticos más moderados dan cuenta, no sin cierta melancolía, de los tiempos en que el debate en el Congreso y fuera de él era más civilizado. Se buscaba encontrar puntos de acuerdo mediante el arte de la política, en su sentido más profundo, no sólo aplastar al opositor.
Tal vez haya razón en ello. Pero no se puede dejar de lado el contexto histórico en el que esa forma de hacer política
trazaba la ruta para buscar soluciones y llegar a los acuerdos necesarios para resolver los problemas de gobierno.
Uno de esos acuerdos, aplaudido casi unánimemente, fue el que derivó en la creación del Estado de bienestar, iniciado por el presidente Roosevelt en 1933. La crisis económica y social causante de la quiebra del sistema financiero en 1930, reclamaba un profundo cambio en la política económica y social. Muy pocos fueron los que no encomiaron ese acuerdo nacional que cruzó a la mayoría de los sectores de la sociedad.
Treinta años después el presidente Lyndon Johnson auspició el programa de la Gran Sociedad, cuyo principal componente fue la guerra a la pobreza. La mayoría lo acogió con gran beneplácito, sin embargo, los sectores más conservadores lo rechazaron. Con su ceguera habitual, no advirtieron que se ensanchaba el horizonte para el crecimiento de la clase media que, mediante un incremento sustancial en el consumo, auspiciaría un profundo desarrollo de la economía estadunidense.
Las medidas que se tomaron para salir de la profunda crisis a finales de la primera década de este siglo pudieron haber tenido un efecto similar al de los otros dos grandes momentos que rescataron, literalmente, la forma de desarrollo predominante hasta ahora. No ha podido tener los mismos resultados debido a que nuevamente se interpuso, ahora con mayor fuerza, la ceguera de los sectores más conservadores de la sociedad. Dos elementos han tenido efectos aún más nocivos. La primera es la ambición sin medida que caracteriza al reducido grupo que detenta la mayor proporción de la riqueza, y con ellos sus operadores en la mayoría de las corporaciones e instituciones financieras. La segunda es la profundización de un pensamiento conservador en algunos sectores de la sociedad que se sintieron agraviados por la llegada de un presidente que prometía una política liberal radicalmente opuesta a su antecesor, y que por añadidura era afroestadunidense. Esos sectores propiciaron la elección de un grupo de legisladores en la cámara baja, cuya ideología rabiosamente conservadora permeó profundamente al resto de la sociedad, y con ellos a sus voceros más conspicuos desde los medios de comunicación.
Es difícil hablar de cordura y civilidad para llegar a acuerdos cuando para unos es necesario derogar la ley de salud, cuyos beneficios han llegado ya a 20 millones de personas, o reducir los impuestos que se destinan a programas sociales, o restringir los derechos de las mujeres a decidir sobre su procreación, o a proteger el medio ambiente, o al aumento del salario para quienes menos ganan, o exigir una reforma migratoria digna para millones de personas.
Son muchos y variados los desacuerdos; por lo visto algunos de ellos insalvables práctica e ideológicamente. Por lo pronto, en el horizonte no parece haber un acuerdo social como lo fueron el del Estado de bienestar o el de la Gran Sociedad.