os derechos humanos han sido siempre uno de los grandes ausentes del Estado mexicano. Sí, hemos tenido relativa autonomía y hasta intentos de desarrollo con atención a las clases populares, estabilidad y regularidad relativa en las sucesiones gubernamentales, controladas invariablemente por el partido en el poder (es cierto, esencialmente con el ahorro de las dictaduras sangrientas que avasallaron a nuestros hermanos centro y sudamericanos durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo XX, y aun antes); sin embargo nos hemos sumergido, bajo el poder del partido en el poder, en un mar de violaciones a los derechos humanos, situación que ahora estalla poderosamente debido a un conjunto de factores que se han venido expresando cada vez con más fuerza, desde luego con el crimen de Ayotzinapa, que ha sido un mayor escándalo nacional e internacional y, por ejemplo, con la más reciente denuncia que ha llevado a cabo la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Comisión de Derechos Humanos de México, y en torno a ellas innumerables agrupaciones sociales que revelan y denuncian también la escandalosa violación nacional a los derechos humanos en muchos sectores y regiones del país. Las miles de fosas descubiertas en Guerrero y otros estados no dejarían dudas al respecto.
Al único que le caben serias dudas es al Estado mexicano que, otra vez, minimiza el asunto y argumenta que tales violaciones son apenas la excepción de una situación que no percibe como generalizada
. No pondría en duda los esfuerzos que, se dice, han llevado a cabo para disminuir el problema, pero no hay duda de que es plenamente exacta la tendencia general reiterada por la sociedad de que esa violación sigue siendo abrumadora, y que los esfuerzos por disimularla son vistos como un ocultamiento más de una realidad que continúa siendo aplastante en el país. Y que seguramente ese disimulo es una de las razones fundamentales de la desconfianza e incredulidad que buena parte de la sociedad resiente frente a sus líderes e instituciones, cuyo primer afectado ha sido el mismo Presidente de la República, que atraviesa por un descrédito jamás vivido por un primer mandatario.
Si en verdad hubiese una intención diferente, el Estado, con los enormes recursos que tiene, y con su gran influencia política, hubiese ya iniciado una de esas campañas imparables para hacer del asunto uno de los principales objetivos o el principal objetivo de la política del gobierno actual, hasta lograr eliminar ese azote social que se ensaña brutalmente en contra de los menos favorecidos y marginales, dejando a salvo, en la mayoría de las ocasiones, a los influyentes o con recursos económicos importantes, revelándose en este caso otra muestra contundente no sólo de las desigualdades e inequidades que hay en el país, sino despertando vivamente la exigencia de la ciudadanía de que tales desigualdades (de trato y de riqueza) desaparezcan. El clamor social es que haya real vigencia de los derechos humanos en todos los ámbitos de la sociedad mexicana, independientemente de la posición social de los sectores.
Es verdad, se ha insistido recientemente en la necesidad del desarrollo, pero aparte de sus resultados, de muy dudosa eficacia, no se ha considerado el tema
de la estricta vigencia de los derechos humanos en todos los ámbitos, sin lo cual no hay verdadero desarrollo. En efecto, no bastan las inversiones sociales
, públicas o privadas, nacionales e internacionales, si no se logra al mismo tiempo una sociedad que estrictamente viva con confianza en las instituciones y en el derecho aplicable, y que no esté sometida a la cruel arbitrariedad de quienes tienen un arma o una credencial. El desarrollo es también una cuestión de dignidad y de bienestar, y no algo que quede al arbitrio de quienes pueden asumir criminalmente las conductas más indignas en las que se pueda pensar.
No hay desarrollo real sin el respeto riguroso al derecho y sin pensar
o sentir
que no necesariamente se vive bajo el yugo de quienes tienen la fuerza y la capacidad de actuar arbitrariamente, sino que se vive efectivamente bajo el imperio de la ley. Esta campaña
sería una de las más importantes, si no la más importante que pudiera emprender gobierno alguno, y ahora seguramente, por desgracia, se nos ha ido ya demasiado tiempo, evitando, por ejemplo, las torturas o las desapariciones forzadas
, sustituyendo la fuerza a la investigación necesaria. En México víctimas y victimarios se sienten en vilo de la desprotección y éste es un asunto nacional de la mayor importancia. ¿Podremos aún hacerlo?
La respuesta es que es necesario hacerlo, que es absolutamente indispensable hacerlo. Si queremos llegar a un Estado con plena dignidad y respetabilidad debe hacerse un real esfuerzo en tal sentido, en esa dirección. Si no es así, se trata de un Estado fracasado o fallido, sin duda alguna.
Por supuesto que el problema no es fácil ni su solución está a la vuelta de la esquina. Pero por eso mismo debemos emprenderlo ya, sí, con la voluntad del Estado y de la sociedad civil, unidos en este objetivo, que uniría a la inmensa mayoría de los mexicanos.
Claro, esa lucha está vinculada al combate a la corrupción y a otros flagelos que viven los mexicanos, y es por ello que debe emprenderse cuanto antes. Que no es por supuesto un asunto exclusivo del gobierno federal, sino de todos los niveles de gobierno, y que muchos de los vacíos más escandalosos se dan en todos los niveles de gobierno, los municipios y sus respectivas estructuras de poder. No es fácil, pero no es imposible, y por eso debemos iniciar todos unidos la tarea a la brevedad.
La cuestión es crucial porque está en juego el futuro del Estado en su conjunto, y el bienestar de los mexicanos. Sin eso no hay un Estado serio
y con capacidades en muchos ámbitos, incluso el económico, pero sobre todo su respetabilidad hacia adentro y hacia fuera, su seriedad elemental como Estado digno, como Estado merecedor con todas las credenciales de pertenecer a una comunidad de estados pacificada.