ary Gordon, escritora católica, autora generosa de novelas cargadas de humor y de reflexiones más o menos explícitas a propósito del catolicismo, de la moral y de la religión ante los comportamientos sociales de hoy, nos advierte contra la equivocación de creer que el papa Francisco es un reformador. Es cierto, es radicalmente distinto a sus antecesores. Nada tiene que ver con la soberbia aristocrática de Pío XII, la superioridad intelectual de Benedicto XV, la indiferencia selectiva de Juan Pablo II o la disimulada incomprensión de Paulo VI. Es más cercano al sentido común y a la espontánea generosidad de Juan XXIII. Francisco no es feminista, dice Gordon. ¿Y? ¿De veras es muy importante para el avance de las mujeres en el mundo que puedan ponerse una casulla y oficiar misa? ¿O que ejerzan la confesión y la absolución? Creo que es mucho más importante que el papa Francisco haya reconocido el dolor y los dilemas morales y emotivos que enfrentan las mujeres que se ven obligadas a interrumpir un embarazo, por las razones que sea.
Nada más la diferencia de actitud de Francisco, que la propia Mary Gordon señala, representa una transformación del papado mucho más profunda de lo que ella está dispuesta a admitir. Ve en Francisco sobre todo el reintérprete, mejor dicho, el curador del catolicismo como un mensaje de compasión y ya no como sinónimo de censura y de condena de la flaqueza humana. No obstante, la recuperación del mensaje original de la Iglesia, que Francisco nos recordó cuando a una pregunta respecto a los homosexuales respondió: ¿Y quién soy yo para juzgar?
, tiene un alcance mucho mayor del que a primera vista percibimos. En ese caso habló ya no como el representante del juez supremo del día del juicio final, sino como el mensajero de paz y de reconciliación que ofició una misa en la Plaza de la Revolución en La Habana.
Francisco, dice otro escritor católico en el semanario The New Yorker, James Carol, representa la culminación de una lenta y accidentada recuperación de la Iglesia de la rigidez y el empobrecimiento a que la había conducido su actitud suicida ante la modernidad. La actitud que la llevó a condenar a Galileo, rechazar el pluralismo, el liberalismo democrático y los derechos del individuo. Esa misma actitud que ahuyentó a buen número de fieles, y que mantuvo a la Iglesia en el siglo XX atada a las creencias y las conductas del Antiguo Régimen. Francisco ha optado por privilegiar la experiencia frente al dogma, y nada más esta preferencia implica dejar que la Iglesia cambie por el impulso de una sociedad que se transforma, que se seculariza, que conquista su independencia moral, sin por ello perder su identidad religiosa.
Gordon y Carol conocen bien a la Iglesia católica, se plantean los problemas de conciencia que les provocan los lineamientos papales o las directivas eclesiásticas. Pero me parece que ninguno de los dos ve en Francisco al latinoamericano que nosotros podemos percibir, el argentino cuyo sentido de la palabra y del gesto impone un estilo sin precedentes en el Vaticano. La compasión, la tolerancia, el relativo desenfado y el humor de Francisco nos son mucho más familiares que cualquier gesto de otro papa. Su encíclica Laudato si es una defensa del medio ambiente, del deber de proteger a la naturaleza que Dios nos dio; es también una crítica implícita al capitalismo salvaje y un llamado de atención al problema mundial de la creciente desigualdad. Me pregunto si para otros papas el tema de la pobreza, de la miseria de los indigentes, no era un problema más abstracto que para un latinoamericano. Los conservadores estadunidenses, por ejemplo el influyente comentarista de extrema derecha Rush Limbaugh, han considerado a Francisco un peligroso marxista; Jeb Bush ya dijo que sus políticas no las dicta ni el párroco ni los obispos. Muchos han criticado al Papa porque –dicen– nada sabe de ciencia ni de economía. Tampoco les gustó que haya invitado a las familias europeas a albergar al menos a un inmigrante de los que las guerras en África y en Asia central han arrojado al Mediterráneo y a los Balcanes. El semanario Newsweek en portada se preguntaba con grandes letras ¿Es católico el Papa?
Lo que en Estados Unidos muchos comentaristas llaman el populismo de Francisco, que a ver aquí en México quién se atreve a condenar, es para nosotros un canal de comunicación, una conexión histórica que muchos políticos le envidian, o deberían envidiarle. En Francisco tenemos atisbos de su experiencia vital, que es la de muchos latinoamericanos en la segunda mitad del siglo XX; tiene la sensibilidad de quienes vivieron dictaduras, autoritarismos, hiperinflación y recesiones económicas. Todo eso que para los demás papas, a excepción de Juan Pablo II, quedó en el pasado después de 1945.
Francisco estuvo en Cuba más como un embajador de buena voluntad que como líder religioso y, como es un equilibrista que habría de celebrar varias misas, no se entrevistó con la disidencia y tampoco hizo pronunciamientos políticos contra la revolución o en defensa de los derechos humanos. En las mismas condiciones visita a Obama y la ciudad de Washington, como embajador distinguido. Estará en Naciones Unidas en Nueva York, adonde llega a una ciudad de millones de católicos. Allí también hará gala de su capacidad para mantener el equilibrio, incluso si se decide a caminar sobre el agua.