Opinión
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Mar de Historias

Sin remitente

M

uy apreciado Señor Secretario:

Hace nueve años me atreví a enviarle una carta. Lo hice cuando usted se desempeñaba de Director de Procesos Turísticos. En los periódicos y en la televisión se habló mucho de sus notables esfuerzos para fortalecer nuestra industria sin chimeneas. Me imagino que por aquel entonces le habrán llegado un sinnúmero de cartas escritas por personas que pedían ayuda o se presentaban como sus antiguos compañeros de banca.

No disfruté de ese privilegio, pero estuve dentro de su área de acción. Me explico: en aquella época yo trabajaba en una agencia de viajes como Receptor de Cédulas Turísticas. Ese nombramiento me obligaba a presentarme en el aeropuerto para recibir a excursionistas que venían de todo el mundo, pero en especial del vecino país del norte. Ya sabe usted: jubilados con lentes de sol, ropa estampada, interés por retratarse con sombrero de charro y ansias por navegar en Margaritas.

Descrito de ese modo, mi trabajo parece de lo más sencillo. Todo lo contrario: era estresante y muy fatigoso, en especial cuando las excursiones llegaban de madrugada o a medianoche. Para recibirlos oportunamente, por órdenes de mi jefe, el señor Alcántara, debía presentarme en el aeropuerto con una hora de anticipación, apostarme frente a las pantallas y esperar a que mi vuelo aterrizara. Entonces corría a la salida de viajeros y enarbolaba una cartulina con los nombres de los visitantes hasta que ellos –por lo general con muy mal aliento– se arremolinaban a mi alrededor con objeto de que los guiara hacia la camioneta que los llevaría a su hotel.

II

Durante 27 años cumplí mi encomienda lo mejor posible; me sentía bien afianzado en la agencia y, sin embargo, fui uno de los primeros que entraron en el recorte de personal sólo porque me presenté en mi trabajo sin uniforme y con l6 minutos de retraso. De nada sirvió que le explicara al señor Alcántara los motivos de mi falla: había pasado la noche en el hospital cuidando a mi hermana Emelia, y en la mañana no tuve tiempo para ir a mi casa y cambiarme de ropa.

Por fortuna, mi hermana murió sin saber que estaba desempleado. Conociéndola, estoy seguro de que se habría sentido culpable, cosa que habría duplicado sus dolores y su angustia ante la evidencia de que pronto iba a dejarme solo. Así fue.

A todas horas se me hacía intolerable la ausencia de mi hermana, sobre todo cuando, después de buscar trabajo inútilmente, volvía a nuestro departamentito. Llegó el momento en que no pude seguir viviendo allí y se lo traspasé a un conocido a cambio de algún dinero. Me alcanzó para rentar un cuarto de azotea y pagarle a mi amigo, el poeta Juan Bosco

Malo, lo que me había prestado para los médicos y las medicinas que necesitaba mi hermana. Todo fue inútil porque, como le dije, Emelia murió.

En esa etapa de mi vida aparece usted por segunda vez. Guiado por una inexplicable familiaridad, le escribí una carta referente a mi situación y anunciándole mi voluntad de arrojarme al Metro. De verdad pensaba hacerlo. Lo imaginé todo: desde la forma en que saldría de mi cuarto, la respuesta que iba a darle al portero cuando me peguntar adónde iba tan tarde, hasta la noticia de mi muerte en un periódico de nota roja: “Esta noche otro hombre se arrojó a las vías del Metro. No portaba identificación, sólo un librito de poemas, La vida que se va, de Juan Bosco Malo. La trágica decisión del anciano causó demora en el servicio y agrias protestas por parte de los viajeros.”

III

Como resulta obvio, no cumplí mi propósito. Durante mucho tiempo me maldije por eso y a cada momento me preguntaba qué objeto tenía seguir viviendo sin mi hermana, sin empleo ni esperanzas de conseguirlo, sosteniéndome de la pepena y viviendo en un cuarto de tres por tres, sin vista a la calle y perdido en una ciudad que ya no reconozco.

Mi mundo se ha reducido al cuarto desde donde le escribo. No, corrijo. Más bien pienso que es Emelia quien se la escribe con aquella letra grande, clara como su voz, para agradecerle que al fin usted haya hecho algo por mí al convertirme en la persona que ella ansiaba que fuera: un hombre con trabajo pero de casa, tranquilo, sin ambiciones que por inalcanzables acabarían torturándolo, dispuesto a renunciar a las interminables caminatas diurnas y a las tentaciones nocturnas.

Mi hermanita siempre me tuvo en un concepto muy alto, y por eso pensaba que yo podía ser escuchado hasta por funcionarios de tan alta posición como usted. Nunca me dejé llevar por esa idea. Soy menos iluso que Emelia: no creo que al ordenar ciertas medidas para hacer de los capitalinos personas felices usted haya pensado en mí. Creerlo implicaría una vanidad desmedida de mi parte. Sin embargo, reconozco que sus acciones han determinado mi actual manera de vivir.

Dondequiera que se encuentre mi hermana –q.e.p.d– se sentirá feliz de saber que soy todo lo que ella anhelaba, en resumen: un hombre con trabajo pero de casa. La transformación no es fruto de mi voluntad, sino de la de usted por cambiarlo todo. Si me permite la metáfora, le diré que me siento como un animal que ha ido perdiendo su hábitat y no tiene más alternativa que replegarse a una cueva: mi cuarto.

Ya le dije: mide tres por tres y carece de ventanas. Veo mi estancia aquí como un ensayo para la tumba. Sin familia y en mis condiciones económicas, no tendré ninguna. Terminaré en la fosa común. Saberlo no me molesta, al contrario. La que hay en el Panteón de Dolores es inmensa y la embellecen plantas y arbustos que la rodean.

Un domingo fui a conocerla. Lo hice como quien aprovecha su día libre para ir a los nuevos complejos habitacionales, esperanzado de encontrar en ellos una vivienda accesible, bonita, aunque sepa que para cubrir las mensualidades tendrá que comprometer sus salarios durante los próximos treinta años. Será un largo periodo de privaciones. Valdrá la pena; lástima que cuando pague la última letra de su vivienda él o ella –mejor ambos– estarán muy cerca de ir al panteón.

Mi carta ha sido larga. Quiero suponer que llegará a sus manos. La remota posibilidad no excluye el hecho de que no me conteste ni me mande acuse de recibo, por eso el sobre que voy a enviarle irá sin remitente.