omo el sismo de hace 30 años, pero con más intensidad, Ayotzinapa ha provocado un movimiento en la tectónica social que ha hecho trastabillar las estructuras políticas del país y afectado la economía y la sociedad. Su onda recorrió velozmente la distancia del centro al mar, de sur a norte y, sin perder su fuerza, conmovió a personajes, organizaciones y parlamentos extranjeros. A pesar de que este ya era un país marcado por la violencia, la corrupción y los muertos y desaparecidos, encuestas independientes muestran que a un año Ayotzinapa sigue siendo un tema de quiebre histórico para un sector muy importante de la población, porque ha echado luz sobre muchos otros terrenos. En la educación, por ejemplo, las grietas son claramente visibles y no es extraño que se ensanchen cada vez más. Sigue sin solución amplia y a fondo la falta de millones de jóvenes en la educación media superior y superior, que se criminalizan, se vuelven informales, sólo consiguen trabajos inestables, insisten una y otra vez en ingresar a una escuela, se deprimen, se pierden, emigran, se drogan y caen en la cárcel, y otros se suicidan. Los que tienen mayor determinación por estudiar, pero menos oportunidades, buscan ir a las normales rurales, donde las amenazas y perspectivas, como ya dolorosamente se ha visto, pueden ser muy otras.
Este es un enorme problema para los jóvenes, pero también para un país como México; no hay economía, por atractiva que parezca por sus facilidades a inversionistas extranjeros, que pueda realmente prosperar con el enorme y explosivo lastre que se ve obligada a sostener, de millones de jóvenes sin perspectiva. No hay sociedad que pueda consolidarse, tener una identidad que la haga orgullosa y fuerte, con ese enorme desfase social y con la perspectiva social apenas imaginable que plantea para el futuro. No habrá cárceles, programas sociales o medidas desesperadas y de último minuto que alcancen a resolverlo. Para curar todos los otros Ayotzinapas (y no sólo el de la educación) que viven los jóvenes de este país, se requiere de una ruta de transformación social muy profunda. En la educación esa ruta comienza con la aceptación social y de Estado de que debe revisarse y replantearse a fondo el actual esquema de desarrollo. Hace falta una inversión sustancialmente alta, una revisión de los tipos de educación que requiere el país y los jóvenes hoy sin escuela; hace falta revisar y cambiar radicalmente los procedimientos hasta ahora utilizados para pasar al nivel medio superior y a la educación superior. Hace falta revisar para modificar el planteamiento organizacional y pedagógico. Es necesario un claro planteamiento de los objetivos y finalidades amplias y sociales de la educación. Y esto sólo para empezar.
La situación de la llamada reforma educativa, otra herida, muestra sin embargo hasta qué punto es difícil avanzar por una ruta distinta a la que hoy sigue la educación. A pesar de la oposición de cientos de miles de maestros, de comunidades y de padres de familia, a pesar de los argumentos legales, constitucionales y estrictamente pedagógicos, es inmenso el peso que tienen unos cuantos en la determinación del rumbo que debe seguir la educación. La reforma es una vitrina que muestra cuáles son los intereses, los actores, los argumentos y las numerosas presiones, coerciones y acosos que constituyen una superestructura cada vez más costosa, compleja y organizada en la educación, para evitar que las cosas cambien.
Por eso Ayotzinapa es tan importante, porque ha mostrado con enorme claridad que otros poderes más amplios y, sobre todo, orientados a una transformación sí pueden comenzar a construirse y a surgir desde abajo, horizontales y con una visión de un país de mayorías. Las luchas de los jóvenes rechazados, de los estudiantes por Ayotzinapa, de los maestros contra la reforma, junto con otras muchas, están de hecho creando un contexto donde otros –el económico, el social e incluso el electoral– pueden tener significados de mayor alcance que el actual.
Sobre todo es importante que la reflexión, la mirada desde la historia y el análisis sistemático de la realidad tenga cada vez más espacios y llegue a ser un ejercicio que no es exclusivo de algunos grupos intelectuales, sino parte cotidiana de la vida de muchos otros. En ese terreno, las universidades, las instituciones que sean autónomas en el nombre y/o en los hechos, pueden resultar muy importantes. Un foro de debate constante, de surgimiento de ideas y discusiones que suplan el diálogo entre Estado y sociedad, tan indispensable, pero hoy tan escaso. Como otros, un libro a iniciativa de profesores de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México ( La noche de Iguala) es ejemplo de que esa ruta es posible. Muchas otras iniciativas de observación y reflexión deberían surgir de nuestras universidades, de tal manera que, en cada tema y disciplina, éstas cumplan con su función de ser un espacio independiente y crítico que propone una visión sistemática y rigurosa más allá de la verdad televisiva, de lo que nos ocurre como ciudad, como región, como nación. Finalmente, como decía aquel filósofo del sur, escoger siempre la razón, porque es más poderosa que la fuerza.
*Rector de la UACM