Opinión
Ver día anteriorMartes 25 de agosto de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Playa privada en Francia de un rey
E

n Francia no existen, en principio, playas privadas. El litoral debe ser accesible a todos los paseantes. El acceso al mar es inviolable y tan legítimo para cada uno como el derecho a respirar: nadie podría tener la pretensión de reservarse la exclusividad.

En el sur de Francia, en las costas del Mediterráneo, una pequeña ciudad, Vallauris Golfe-Jean, bien conocida por los artistas pues Picasso tuvo ahí uno de sus talleres de alfarería, ha hecho hablar mucho de ella este agosto, pero por razones muy diferentes. Resulta que Vallauris se extiende a una estación balnearia de Golfe-Jean, donde existe una playa minúscula, la Mirandole, muy apreciada por quienes prefieren su encanto y tranquilidad a los inconvenientes de playas donde el gentío se precipita durante las vacaciones de verano.

Justo arriba de la Mirandole, una propiedad palaciega, en lo alto de un acantilado, domina la pequeña playa, cuyos encantos y tranquilidad deben ser también ampliamente apreciados por el propietario de la lujosa mansión. Todo esto parece normal. Menos ordinario es que el dichoso propietario se llama Salman ben Abdelaziz Al Saoud, rey de Arabia Saudita.

No se trata, así, de un turista ordinario sino de una persona aún más importante que los llamados VIP (very important people), quienes se benefician de por sí de miramientos particulares. Este propietario goza además del estatuto de jefe de Estado. Y este augusto personaje posee sus tradiciones, sus hábitos y sus leyes. Comenzó, así, por prohibir el acceso a la playa a cualquier persona ajena a su servicio, transformándola en playa privada, al menos durante su estancia. Continuó, en segundo lugar, por hacer construir e instalar un elevador para su uso personal, a fin de permitirle bajar sin esfuerzos de su recámara a la arena. En fin, los servicios de seguridad habiendo sido reforzados por el gobierno francés, puesto que se trata de un jefe de Estado, una gendarme francesa, miembro de estos servicios, fue expulsada de inmediato pues era impensable que una persona del sexo femenino pudiese mirar hombres en traje de baño. En suma, en Francia, sobre una parcela del territorio y en una villa privada, sin estatuto de embajada, simple residencia de veraneo, las leyes de Arabia Saudita fueron impuestas.

Una carta de protesta, que reunió rápidamente más de 150 mil firmas de ciudadanos indignados, circuló de inmediato para oponerse a la privatización de un espacio público y sublevarse contra este abuso de poder. Es aquí donde las cosas se complican. El rey no es sólo un jefe de Estado, calidad por la cual goza de una protección policiaca excepcional. Es un monarca acompañado de un séquito de más de mil personas instaladas en los hoteles de lujo de la región: excelentes clientes que gastan fortunas en compras de todo tipo. Una verdadera fuente de beneficios contantes y sonantes. Los comerciantes, es comprensible, no compartían para nada el punto de vista de los protestatarios.

Querella de intereses contrarios o, más bien, contrariados. Si los comerciantes renovaron sus boutiques para acoger, con los brazos abiertos, a los ricos y gastadores clientes, capaces de proporcionarles beneficios insólitos, el Estado francés deseaba abrir aún más sus brazos: Arabia Saudita es un interlocutor que no puede tratarse con desenvoltura. Es un cliente que puede comprar por millares armas o los famosos aviones mirages tan difíciles de vender. Pedidos de Estado que se cifran en miles de millones. Así, no es acaso oportuno cosquillear la susceptibilidad de un monarca poco acostumbrado a ser contradicho.

Al cabo de una semana, el rey se fue de Francia de repente. Sin explicaciones. ¿Se enojó, va a regresar? ¿Hasta dónde podrán resistir los principios de la República a los intereses superiores de las finanzas? Son preguntas que los franceses se plantean. Como deben hacerlo en otras democracias cuando deben negociar con países, digamos, menos democráticos.