Trago amargo
a instrucción de Héctor Astudillo Flores a los diputados locales de no confrontarse con los funcionarios del gabinete estatal tiene una interpretación inmediata: el gobernador electo desea una transmisión del poder sin sobresaltos para despegar sin distracciones y con vigor.
Pero también mueve a los suspicaces a pensar que el gobernador electo y el que está en funciones, Rogelio Ortega Martínez, ya pactaron un cambio aterciopelado y la garantía de que el saliente tendrá total impunidad.
Refuerza esta probabilidad el anuncio hecho hace algunos días por Astudillo Flores: no se dedicará a perseguir a ex gobernadores, lo que seguramente llevó paz a las almas de Ángel Aguirre Rivero y Ortega Martínez.
En el caso de Acapulco, es aún menos posible que el gobierno entrante exija cuentas al saliente, toda vez que el partido del que ya no despacha en palacio municipal (Luis Walton Aburto) y el del alcalde entrante, Evodio Velázquez Aguirre, pertenecen a la llamada izquierda. Raro sería que hubiera jaloneo entre ambos.
Resulta un hecho que la sociedad guerrerense en general y la acapulqueña en lo particular tendrán que sepultar nuevamente su anhelo de que los gobiernos salientes entreguen cuentas claras, sean sometidos a una investigación rigurosa y castigados en caso de que haya habido mal manejo de recursos públicos.
Nadie puede creer que la actuación de la actual administración estatal haya sido honesta. De hecho, un hermano de Aguirre Rivero se encuentra recluido en un penal por manejos indebidos; sin embargo, los guerrerenses tendrán que pasar el trago amargo.
Los acapulqueños, mientras tanto, siguen sin deglutir la píldora que les recetó Walton Aburto por no tener el coraje para llevar adelante la denuncia ante la Auditoría General del Estado contra su antecesor, Manuel Añorve Baños, por manejos turbios.