omo escribió Tony Judt en su gran texto (2012, Santillana) de donde tomo el título de este artículo: Algo anda mal. En este caso en México.
El reporte que presentó recientemente Coneval sobre la situación de la pobreza en México es devastador en dos dimensiones.
Una, los datos crudos indican que 46 por ciento de la población mexicana, es decir, 55.3 millones de personas, está en condiciones de pobreza extrema o moderada. Es necesario entender cómo se mide el umbral. Pobreza extrema en la definición del Coneval son las personas que tienen menos de mil 242 pesos mensuales en zonas urbanas y 868 pesos mensuales en las rurales. Pobreza moderada son las personas que obtienen menos de 2 mil 542 pesos en zonas urbanas y menos de mil 614 pesos en zonas rurales. Esas cotas hablan de lo absolutamente precario que son esos ingresos.
Pero luego, otro 33 por ciento de los mexicanos, es decir 40 millones de personas que se encuentran en condiciones de vulnerabilidad por ingreso o por carencia; es decir, personas que en virtud de cualquier contingencia social pueden caer debajo de la cota de pobreza. De suerte que sólo 24.5 millones de personas, o sea 20 por ciento de la población total, no son pobres ni vulnerables.
En términos comparativos la pobreza general aumentó en 2 millones de personas entre 2012 y 2014 y la pobreza extrema se redujo en 87 mil personas.
Más grave aún, como ya lo habían señalado hace un año los secretarios de Hacienda y Crédito Público, y de Desarrollo Social, si nuestro punto de referencia es 1992 y usamos la serie disponible de pobreza por ingreso, la pobreza de patrimonio se ha mantenido alrededor de 53 por ciento de la población. Esto es el resultado de que el nivel de ingreso que tiene la población no ha recuperado el nivel que tenía hace 22 años. Apenas ayer un informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) señala que el ingreso laboral per cápita de los mexicanos disminuyó 6.3 por ciento entre 2012 y 2014, periodo durante el cual se incrementó la proporción de población ocupada que gana entre uno y tres salarios mínimos, pero disminuyeron los porcentajes de ocupados que recibían salarios superiores.
La otra dimensión y para muchos, yo incluido, el punto central es el tema de la desigualdad. Hay muchos estudios que han analizado la desigualdad en el mundo –algunos recientes como los libros de Piketty y Atchinson–, y en América Latina –los últimos informes de Cepal, varios informes del Banco Mundial, y el del PNUD en 2010, por mencionar algunos. La conclusión, como lo señaló el informe del PNUD, es que “la reducción de la desigualdad debe constituir en sí misma un objetivo central de la política pública… Este objetivo debe ser concebido como el complemento de una política integral de protección social y de provisión de servicios de calidad con componentes universales (énfasis mío, 2010: 110).
Para México el excelente estudio de Gerardo Esquivel para Oxfam pone el énfasis en las dimensiones de la desigualdad: menos de uno por ciento de la población acapara alrededor de 43 por ciento de la riqueza total.
Frente esto se requiere desde luego que la economía crezca. Pero dado el complicado entorno internacional esto no se puede lograr sin un énfasis serio en la dinamización del mercado interno a través de un política de ingresos –de manera decisiva un aumento al salario mínimo– y un consistente y ágil programa de infraestructura y obras públicas.
El otro espacio clave está en la reorientación del gasto público de subsidios regresivos a programas articulados de fomento productivo y protección social. La discusión sobre un sistema de protección social universal es indispensable.
Lo anterior no invalida sino exige que se continúen los esfuerzos por mejorar el diseño y la operación de programas como Prospera o estrategias como la Cruzada contra el Hambre en tanto que están orientados a los primeros deciles de la población más pobre.