na vez a bordo del tren más viejo del mundo, el tren más feo del mundo, el tren más triste del mundo, me puse a pensar qué hago aquí y claro, respuesta fue lo único que encontré. Olores había, buenos pocos, a rayos la mayor parte, pero teníamos hambre los polizontes, según pude ver. Pasaron señoras y señoritas vendiendo empanadas, tortas, tamales, ¿café, quiere café? y les compramos con desesperación no exenta de ternura, o era agradecimiento. En ese entonces lo común era el hambre. Éramos tantos y tan disparejos. Lo mío son las tortas cubanas, así que pedí una y la devoré, no la mejor del mundo desde luego, el jitomate estaba pasado y el aguacate negro, en el jamón y la pierna preferí no fijarme, pero las rajas de jalapeño picaban como el demonio y eso ayudó, creo, a deglutir lo que mordía sin sufrir, lo que se llama sufrir, verdaderamente.
Pasamos junto a un lago, o los restos de un lago, o un conjunto de huecos salitrosos de humedad amarilla y espumeante, olía horrible, pero eso me ayudó a no caer dormido. Los demás, no sé cómo, roncaban pronto en las posturas más ridículas. Era una imprudencia dormir, como pronto se comprobaría. Lejos el agua parecía más limpia, su aspecto era de agua pues, no de quién sabe qué, y la nadaban unos patos (parecían patos) y la sobrevolaban otros, o a lo mejor los que volaban eran reales y los del agua su reflejo, era todo tan confuso. Íbamos a una ciudad distante, al norte, así que faltaba lo suficiente como para mejor dormir pero soy incapaz de dormir en coches o trenes, y menos si se trata de uno tan viejo, tan feo, tan triste como aquel. Además me moría de sed, no había agua potable ni de la otra. Bueno, la espumosa y amarilla resultaba inaccesible, además de sospechosa. Me había enchilado digamos que bastante, no estoy acostumbrado a lo que comen los mexicanos, así que aún saciada el hambre, y aunque arrullado por el lento bamboleo del tren, ya no digamos el agotamiento de la desesperación crónica, fui incapaz de pegar los ojos. Pensar también se me dificultaba. Ahora bien, qué hacía yo en ese tren del demonio. Es hora de dar explicaciones. Odio dar explicaciones.
Era joven, más que ahora, lo cual puede parecer obvio, pero no lo es tanto, porque hoy me siento más joven y sano que entonces, no son lo mismo tiempos de paz que de guerra y aunque se supone que la guerra había terminado, lo que teníamos en el paisito nuestro era peor que la guerra, porque durante la guerra uno identificaba los bandos y sabía qué cara poner y eso, pero lo que había sucedido a la guerra civil causaba muertes más absurdas y numerosas. Algunos estaban desesperados, no era mi caso, no tenía nada, ni familia que perder, pero igual seguí a bordo a mis paisanos, más por espíritu gregario y compañerismo que por verdadera urgencia. Los pandilleros, que eran violentísimos, habían asolado el pueblo con sus destrozos sin motivo, por joder nada más, ejecutaron a los más conocidos o bocones de nosotros, se llevaron a las mujeres jóvenes y las niñas. Para cuando el tren pasó al fin luego de semanas sin servicio, los bandidos habían dinamitado los puentes fuera de la capital, cortaron los cables de telégrafo y en general el desorden y el desgobierno eran lo dominante.
El tren no se detenía, no iba rápido, pero no se detenía, y pronto volvió a pasar cerca del agua. Otro lago, o el mismo, no, no podía tratarse del mismo, si bien hay lagos grandes en estos países de mierda. Este tenía más agua que el anterior, las capas de espuma eran esporádicas y ayudado de una lata y un lazo logré sacar algo para la sed que me estaba enloqueciendo. De patos, nada, ni en el cielo ni nadando. ¿Estarían envenenadas las aguas? Esperé que no, y como quiera ya ni modo, ya había bebido. Algo raro comencé a sentir. ¿El agua? ¿La torta cubana? Rancias una y otra, pero no envenenadas.
El lago tenía islas, islotes, tal vez trozos desprendidos de la orilla, a la deriva como nosotros. O no era lago sino presa. Sólo las presas lucen tan muertas, tan tóxicas, tan sin chiste. Ganamos velocidad en una pendiente, dejadas atrás las aguas sin encanto. Mis compañeros dormían, inexplicablemente. ¿Será que sabían que iban a morir? Pensé que ya estaban muertos, o agonizaban inconcientes. En los alrededores, ni un alma. La cosa era alejarnos, ganar el norte. Cruzamos las fronteras como si nada. Yo al menos no tenía la intención de volver al pueblo. De pronto el convoy se detuvo, con tal violencia que salí disparado fuera del vagón y rodé en la maleza como fardo, rodé y rodé hasta una zanja profunda y pegué contra una piedra. Medio me desmayé. Oí gritos, golpes, quejidos, órdenes, majaderías. Al final, balazos. Estaban asaltando el tren, y por lo visto todos iban desprevenidos. Decidí no asomar ni moverme. Pasó un rato, me pareció largo, interminable. Luego el tren echó a andar de nuevo. Se fue sin mí, pero sospeché que gracias a la caída había salvado el pellejo. Así fue. De mis paisanos no supe más.